Columna publicada en Pulso, 09.03.2015

Cuando la encuesta Adimark arrojó una aprobación del 11% al desempeño de la derecha se evidenció, una vez más, que este sector político necesita medidas urgentes que permitan dotar a su discurso de alguna legitimidad. La paupérrima situación que atraviesa la oposición es causa, según Hugo Herrera, de una grave crisis intelectual. Su reciente libro La derecha en la Crisis del Bicentenario (Ediciones UDP, 2014) invita a volver a las fuentes que robustecerían el ideario del sector y le permitirían salir del pasmo en que se encuentra. Un trabajo arduo y a largo plazo sería el único camino para contrarrestar la sensación de que la derecha en Chile trabaja solamente por sus intereses.

Las fuentes sobre las que habría que volver serían dos. En primer lugar, se necesita un mejor conocimiento de la historia intelectual del sector, lo que exige, a su vez, una revisión de la obra de autores como Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards, Mario Góngora y Jaime Guzmán. Ellos lograron articular, en un trabajo ideológico y político de cierta profundidad, diversas tradiciones intelectuales que le otorgaron hegemonía a su acción durante gran parte del siglo XX. En segundo lugar, urge una observación más atenta de la realidad, que supere la comodidad y la lógica economicista con que una buena parte de la élite se ha acostumbrado a mirar la sociedad. Este punto de vista no ha permitido elaborar un discurso que integre las distintas sensibilidades del sector ni entrega herramientas suficientes para percibir los matices que componen el escenario sobre el cual se actúa. Por tanto, una mayor profundidad ideológica y una lectura más atenta a los hechos son las condiciones básicas para poseer una mejor comprensión política de la realidad chilena.

La crisis de la derecha, según Herrera, se da en el contexto de un particular “cambio de ciclo”, similar al ocurrido a comienzos del siglo XX. Durante el Centenario también hubo un debilitamiento del consenso social, un “desfase entre el pueblo y la institucionalidad”. En el actual contexto, el intento de la Nueva Mayoría por interpretar y encauzar ese desfase ha sido exitoso, y sus logros están a la vista: un triunfo en las elecciones acompañado de un macizo -aunque no necesariamente beneficioso para el país- avance legislativo (sin desconocer, sin embargo, la oposición popular que han tenido algunas propuestas en materias educativas o los anuncios acerca del aborto). La oposición, mientras tanto, intenta desviar la atención del caso Penta y busca articular un nuevo conglomerado sin saber cuáles serán sus ideas rectoras. La tarea principal, por lo pronto, no tiene ni remotas perspectivas de solucionarse: la derecha sigue pareciendo oligárquica. No solo se identifica a la UDI y RN con los poderes económicos, sino también algunos de sus “valores”, como eficiencia y orden, se vinculan actualmente -con más o menos justicia- a los abusos de las empresas y al cuidado de intereses entre unos pocos.

El llamado de Herrera es, en este escenario, a la búsqueda de los fundamentos de este sector en una deliberación intelectual más amplia, que se apoye en sus cuatro corrientes históricas (liberal-laica, liberal-cristiana, socialcristiana y nacional-popular), cada una de las cuales posee trayectoria y personajes propios. Reactivar estas tradiciones implica, necesariamente, interpretar de modo más complejo la realidad y, desde allí, darle cauce a las grandes inquietudes de la ciudadanía en espacios legítimos de poder. Dicho de otro modo, la derecha está obligada a salir del reducto del capitalismo simplón para conocer mejor sus raíces cristianas y liberales. No solo debe tener una visión del hombre más robusta que un simple agente económico, sino tam    bién una visión del Estado como algo más que un aparato burocrático que pone límites a una libertad desvinculada de los demás y comprendida como pura autonomía. Alejarse de las corrientes oligárquicas puede permitir sacudir a una derecha fosilizada y reactivar una preocupación por los menos favorecidos. Así, podría empezar por plantear una visión sobre la necesidad de limitar el poder y evitar los abusos (sean estos del Estado o del mercado), que proponga desafíos al centralismo administrativo y demográfico del país y, en fin, que exija una nueva reflexión que redefina el rol de la subsidiariedad y de lo político en los distintos ámbitos de la vida social.

El gran enemigo de la derecha, por tanto, es la oligarquía, esa forma degenerada del gobierno de unos pocos que siempre lleva aparejada la deslegitimidad. Como dijo Alfredo Jocelyn-Holt, “habrá derecha mientras exista la necesidad de moderar y frenar”, “mientras se insista en posturas igualitaristas queriendo rediseñarlo todo mediante un Estado monopolizador”. Por eso, el sector debe tomarse en serio el desafío planteado por Hugo Herrera: se necesita una fuerza política que modere los intentos refundacionales de una Nueva Mayoría frenética, que se escandalice cada vez que el debate político invierta sus prioridades y que, con un hondo sentido de urgencia, sea capaz de volver los ojos sobre esas realidades que las oligarquías nunca mira. La pregunta, desde luego, es si ello es posible o si, a esta altura, no es mejor empezar de cero.