Columna publicada en El Mostrador, 05.03.2015

En la columna anterior sugerimos, siguiendo a Jorge Correa Sutil, que el afán por impulsar una nueva Constitución se debería, en último término, a que ésta sería comprendida como una “carta de triunfo” en contra de los respectivos adversarios políticos. La tesis, desde luego, resulta provocadora: aunque desde otra vereda –y en un contexto político y mundial muy diferente al de Guerra Fría–, estaríamos en presencia de una lógica semejante a la que habitualmente se critica en el texto de 1980. Con todo, la idea es tan polémica como plausible: según hemos visto, hasta ahora nadie ha explicado en forma satisfactoria por qué sería necesario reemplazar en su totalidad una Constitución que, en buena medida, es fruto de dos décadas de convivencia democrática.

Pero si lo anterior ya da pie para pensar que ciertas élites políticas y académicas buscan desnivelar la cancha en función de sus propios proyectos políticos, ello se confirma al reparar en una severa incoherencia que exhibe el programa de Gobierno, lo que se explica como sigue. El programa parece asumir el diagnóstico de las “trampas” o cerrojos, al punto que señala que el déficit más grave de la Constitución sería su “desconfianza a la soberanía popular”, manifestada en los mismos mecanismos que critica Fernando Atria (el ya desahuciado sistema binominal, las leyes de quórum supramayoritarios y las facultades preventivas del Tribunal Constitucional).

Pero si efectivamente se tratara de reivindicar el autogobierno y aumentar los espacios para el debate político –esas son las ideas de Atria–, el proyecto de nueva Constitución debiera ser mínimamente consistente con esos objetivos. Eso implica, entre otras cosas, la conciencia de que –dadas sus funciones– todo texto constitucional será en alguna medida supramayoritario y, por ende, la conciencia de que siempre existirá el riesgo de “ahogar” o sustraer más allá de lo razonable determinados asuntos de la discusión. Pero, salvo contadas excepciones (como el tratamiento del Tribunal Constitucional, que igualmente puede ser discutido), esa conciencia no está ni remotamente presente en la propuesta de nueva Constitución delineada en el bullado programa.

El problema es particularmente notorio a propósito de los derechos constitucionales. El proyecto de nueva Constitución esbozado en el programa propone una concepción de los derechos tendiente “a su progresividad, expansividad y óptima realización posible” (Chile de todos, p.30), planteando tratar y proteger como derechos constitucionales una serie variopinta de temas, de distinto nivel e importancia: asuntos tan disímiles como la participación política de hombres y mujeres, identidad sexual y derechos reproductivos, la propiedad de los recursos naturales, el carácter pluricultural del Estado de Chile, una cláusula de Estado social, etc. (Chile de todos, pp. 31-35). Se trata de propuestas que, como es obvio, admiten diversas variables y concreciones, exceden con creces la protección de determinadas exigencias básicas de justicia y, tal vez lo más importante, interpretadas “expansivamente” pueden abarcar casi cualquier área relevante de discusión política.

En rigor, mientras más derechos y más amplios, más áreas quedarán ajenas al proceso político. Lo propio de un derecho es ser exigible ante tribunales y, por tanto, su árbitro último siempre será un juez; en este caso, un juez constitucional. Mientras más amplio es el ámbito de la Constitución, menor espacio para la deliberación pública y para las mayorías legislativas. Desde luego, la tensión es manifiesta y, además, dista de ser meramente circunstancial: a lo largo de sus 196 páginas, el programa de Gobierno repite la palabra “derechos” 262 veces, siendo por lejos la voz más mencionada (y superando con creces a términos como “Estado” o “desarrollo”). El dato ilustra con nitidez el papel que hoy se suele asignar a los derechos dentro del debate político y, sobre todo, refleja muy bien el tono del programa de la actual Presidenta; el que, como puede verse, no resulta coherente con la crítica relativa a las trampas o cerrojos.

El panorama descrito, como veremos en la próxima columna, se acrecienta al indagar en los llamados derechos sociales. Pero por lo pronto, sabiendo cuánto importa el programa de Gobierno, conviene notar que un proyecto de nueva Constitución caracterizado por un lenguaje ambiguo y expansivo en materia de derechos constitucionales no es en absoluto convergente con el diagnóstico que, según nos han dicho, haría necesario el cambio constitucional.