Columna publicada en La Tercera, 11.02.2015

Bachelet ha jugado por segunda vez la carta del aborto para desviar la atención pública desde sus reformas hacia la cancha “valórica”. Lo hizo con la tributaria y ahora con la educacional. Y aunque esta maniobra es ya común, a veces viene acompañada de detalles que son valiosos para comprender la mentalidad política de quienes van tomando con avidez varias de las riendas del poder en Chile.

Un ejemplo de lo anterior es la pretensión de parte del grupo de poder gobernante de obligar a la Universidad Católica a practicar abortos en su red de salud. Este caso es interesante como radiografía de dos patologías que han acompañado a las corrientes dominantes de la izquierda durante toda su vida: la sensación perversa de superioridad moral y el desprecio absolutista por las organizaciones intermedias. 

En cuanto a lo primero, resulta más o menos claro que el gobierno generó un proyecto de ley que como ha señalado el profesor Patricio Zapata, es un engendro entre el aborto libre y la despenalización de ciertos casos. Esto ocurre porque creen que lo primero es lo mejor, pero que sólo lo segundo cuenta con algún apoyo popular. Así, se opta por un proyecto tramposo con la convicción prometeica de que con eso le hacen un bien al pueblo chileno, aunque para ello tengan que pasarle gato por liebre. No es raro que quienes se creen incorruptibles portadores del progreso terminen creyéndose también justificados para violar las reglas que imponen con celo a los demás.

Respecto a lo segundo, cierta izquierda hereda de la tradición absolutista la convicción de que toda organización intermedia es una amenaza al “interés general”, que sólo puede realizarse a través de la ley si el vínculo entre ella y cada individuo es purificado de intereses parciales. Para lograr eso, el Estado debe arrasar con los cuerpos intermedios y estandarizar a los ciudadanos. La violencia de los socialismos reales contra los indígenas, los gitanos, los campesinos, los judíos, los homosexuales, la familia, las iglesias y cualquier organización o forma de vida que no estuviera bajo el control del régimen, nacen precisamente de esta visión purificadora, al igual que los ataques recibidos por la Universidad Católica durante estos días, incluyendo la amenaza de expropiación hecha por un legislador de la República.

Cuando estas patologías se exacerban, su resultado es la destrucción de lo público, entendido como espacio de encuentro en igual pie de diversas perspectivas y formas de existencia. También lo es la muerte del pluralismo y de la tolerancia como modos de convivir. Una minoría organizada convencida de su superioridad moral e intelectual, que se hace del aparato estatal y lo utiliza para borrar del mapa cualquier otra organización civil engendra espacios de abuso radical.

Frente a esta amenaza, las banderas de la sociedad civil, la subsidiariedad, la autonomía y el pluralismo no son banderas “de derecha”, sino, tal como lo entendieron George Orwell, Albert Camus y Simone Weil en su momento, los estandartes de la causa más digna de todas: la resistencia contra los excesos del poder.