Columna publicada en El Mostrador, 03.02.2015

Todo indica que muy pronto comenzará el debate constitucional más importante de las últimas décadas. De cara a una discusión pública razonada, es imprescindible preguntarnos qué argumentos justificarían dar paso a una nueva Constitución; en especial porque, tal como explicábamos en la columna anterior, la polémica actual no se agota en el asunto del origen. El mejor ejemplo está dado por las tesis de Fernando Atria, profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez y uno de los principales impulsores del llamado problema constitucional. Atria ciertamente mira con ojos muy críticos la génesis de la carta aprobada en 1980, pero eso no le impide afirmar que “el solo hecho de haber sido aprobada en un plebiscito fraudulento, hace más de treinta años, no puede ser una objeción decisiva en contra de ella” (La Constitución Tramposa, 2013, p.58).

Los dardos de Atria, en consecuencia, apuntan fundamentalmente a la operativa de la Constitución: ésta habría buscado neutralizar, mediante una serie de cerrojos o “trampas”, la agencia política del pueblo, con vistas a favorecer determinadas posiciones político-partidistas. Se trata de una crítica relevante, entre otras razones, porque ha trascendido el ámbito académico. De hecho, el programa de gobierno de Michelle Bachelet, siguiendo las ideas de Atria, sostiene que el déficit más grave de la Constitución es su “desconfianza a la soberanía popular” (Chile de todos, 2013, p.30). Esta desconfianza, continúa el programa, se vería reflejada en los mismos mecanismos cuestionados por el académico de la UAI: el sistema binominal ―cuya reforma acaba de ser aprobada―; las leyes de quórum supramayoritarios, en especial las Leyes Orgánicas Constitucionales (LOC); y las facultades preventivas del Tribunal Constitucional (TC).

Desde luego, la crítica admite matices y distinciones. Por una parte, ninguno de esos dispositivos es exclusivo de nuestra Constitución, y, por otro lado, el autogobierno no consiste sólo en reconocer a las mayorías el lugar que les corresponde. Tanto o más consustancial a la idea de democracia es luchar contra las arbitrariedades y las opresiones. En este sentido, las constituciones escritas buscan organizar el gobierno y posibilitar un uso racional y limitado del poder político ―esto es, evitar su abuso y concentración―, lo que explica, entre otras cosas, su mayor rigidez o dificultad de reforma.

Con todo, la cantidad e intensidad de los mecanismos supramayoritarios otorga plausibilidad al reparo basado en las “trampas” (y, por lo mismo, no sorprende que exponentes de diversos sectores sugieran reformas al respecto). Pero debemos advertir que a partir de esa crítica no se concluye ni de cerca lo que algunos pretenden en la presente coyuntura constitucional. Digámoslo de este modo: si el principal problema son los dispositivos calificados como tramposos, ¿por qué no discutir y eventualmente reformar única o primeramente sobre ellos? Incluso asumiendo a cabalidad la crítica relativa a las “trampas” o cerrojos, ¿cómo se justifica desde ella la necesidad de un nuevo texto constitucional totalmente renovado?

Nótese que el mismo Atria piensa que si las “trampas” son reformadas “eso sería una nueva Constitución, incluso si el resto del texto no fuera modificado” (La Constitución Tramposa, 2013, p.55); idea que en su minuto también fue planteada por el senador Ignacio Walker, Presidente de la Democracia Cristiana. Con mayor razón, entonces, urge insistir, ¿qué justifica un nuevo texto constitucional íntegramente considerado? ¿Por qué pretender cambiar todo el contenido de una Constitución que en buena medida es fruto de dos décadas de convivencia democrática?

Se trata de preguntas elementales, pero que hasta ahora no han tenido respuestas mínimamente satisfactorias. Nadie puede (razonablemente) negar a priori la necesidad de reformas políticas e institucionales, pero entre eso y un texto constitucional completamente nuevo existe una gran distancia. El fenómeno no deja de ser llamativo, y en la próxima columna ahondaremos en él, intentando explicar cómo hemos llegado a este escenario. Por lo pronto, lo único claro es que quienes desean avanzar hacia una nueva Constitución creada ex nihilo deben ofrecer razones adicionales, que justifiquen fundadamente un cambio de tal magnitud.

En especial si uno de sus principales argumentos, bien vale recordarlo, es la necesidad de mayores espacios para la deliberación. Res non verba.