Columna publicada en La Tercera, 24.12.2014

Como cada mes de diciembre, se han levantado voces para criticar la presencia de pesebres en espacios públicos. Los pesebres, dicen sus críticos, son un símbolo de carácter religioso, y dado que el Estado chileno es laico, deberían relegarse al espacio privado: un pesebre no tiene nada que hacer en el Palacio de La Moneda. En todo caso, la discusión no es exclusivamente criolla. Tanto en Estados Unidos como en Europa suelen haber polémicas por este tema, que llegan con frecuencia a tribunales (sin ir más lejos, un tribunal francés autorizó la semana pasada a una municipalidad a exponer un pesebre).

La argumentación laicista sigue una lógica rigurosa: el Estado está separado de la Iglesia, y eso nos obliga a distinguir muy claramente lo religioso de lo público. Cualquier error en esta materia equivale a un atentado contra la debida neutralidad estatal, que no puede manifestar ninguna preferencia religiosa.

El liberalismo, como anota Pierre Manent, bien puede entenderse como un régimen de separaciones, y de hecho, la modernidad se funda sobre la distinción entre religión y política: el Estado es precisamente un instrumento para superar las guerras de religión.

La dificultad estriba, como lo percibe el mismo Manent, en que esas distinciones son muy útiles para ordenar y pensar el mundo, siempre y cuando no caigamos en el error de suponer que existen tal cual en la realidad. En rigor, es imposible separar radicalmente lo religioso de lo político, porque las conexiones entre ambas dimensiones son complejas, multiformes y recíprocas. Dicho de otro modo, eliminar todo vestigio de religión del espacio público equivale a empobrecerlo al punto de hacerlo irreconocible, porque la religión es configuradora de cultura y de modos de vida. Algunos liberales intentan distinguir minuciosamente las expresiones culturales de las religiosas, pero se trata de un esfuerzo más tierno que fructífero.

La pregunta puede formularse del modo siguiente: ¿qué sería un espacio público desprovisto de toda referencia significativa para los ciudadanos? ¿Se puede construir una razón pública sobre un ideal abstracto que no tome en cuenta los hábitos y las creencias de los miembros de la sociedad? ¿Qué sentido tiene un liberalismo incapaz de asumir y comprender una realidad que no siempre puede modelarse desde criterios unívocos? Nada de esto implica negar las virtudes del Estado laico, pero sí entender que incluso ese principio sólo cobra sentido en un determinado contexto: un espacio laico no tiene por qué ser un espacio vacío. El pesebre navideño es manifestación de un rito muy arraigado en todo Chile -basta salir de Santiago para apreciar su extensión-, y los ritos son cualquier cosa menos banales, porque revelan realidades tan profundas como difíciles de verbalizar. Al exponer un pesebre en La Moneda, no hacemos sino reconocer la importancia de ese rito en cuanto configurador de nuestra propia identidad. Al final, el pesebre nos permite a todos, creyentes y no creyentes, recogernos un momento para admirar el misterio del nacimiento.