Columna publicada en Pulso, 05.12.2014

Es probable que los funcionarios del Demre no hayan leído el poema “Los profesores”, de Nicanor Parra, donde el antipoeta resalta la brecha entre las enseñanzas que intentan transmitir los docentes y el (nulo) interés de los alumnos. Aquel organismo, dependiente de la Universidad de Chile, es el encargado de elaborar la PSU, prueba que fue rendida esta semana por más de 280 mil estudiantes que postularán a la educación superior.

Viendo la última versión de Lenguaje y Comunicación de esta prueba, vuelve a surgir una inquietud que el poeta enunciara hace casi tres décadas: “Los profesores nos volvieron locos / a preguntas que no venían al caso / cómo se suman números complejos / hay o no hay arañas en la luna / cómo murió la familia del zar / ¿es posible cantar con la boca cerrada?”. ¿Será, acaso, la PSU la herramienta más adecuada para medir las habilidades de nuestros estudiantes de cara a la educación superior?

A comienzos del año pasado, con la entrega del informe Pearson acerca de dicha evaluación, la PSU estuvo en el ojo del huracán. Se dijeron muchas cosas: que existía un sesgo que perjudicaría a los egresados de la educación técnica (tres de cada diez personas que la rinden vienen de aquellos establecimientos), que habría un desfase entre la educación secundaria y los contenidos evaluados, que sus resultados serían poco exactos o que sus muestras piloto serían inadecuadas. Aunque ha habido cambios menores (por ejemplo, cuatro respuestas incorrectas ya no eliminan una buena, lo que daría resultados más precisos), un breve repaso a la PSU evidencia que hay reflexiones más profundas pendientes.

En este sentido, resulta al menos curioso que estemos discutiendo reformas estructurales de gran envergadura en educación sin que nos hayamos tomado un minuto para discutir sobre contenidos o calidad, como si nuestros problemas educativos fueran ajenos al aula. ¿Y qué mide la PSU, sino un correcto funcionamiento en estos dos ítems? Diversas voces han manifestado preocupación por aspectos importantes de la prueba de Lenguaje, sobre todo con respecto a la manera de enfocar la enseñanza de la lengua y la literatura en la escuela: ¿cuál es su rol (y, por extensión, el de las humanidades) en una sociedad profesionalizada como la nuestra? ¿Qué desafíos enfrentan los profesores escolares en un país donde el 40% de la población es analfabeta funcional? ¿Cómo debe abordarse la enseñanza de la literatura si los chilenos leen, en promedio, 5,4 libros al año, según cifras del Cerlalc?

El modo de evaluar nos obliga a saber qué y cómo queremos enseñar. Sin embargo, la PSU mencionada hace evidente la carencia de lineamientos generales. ¿Se quieren medir habilidades de elaboración de textos y comprensión lectora cuando aún no se forman hábitos previos? Pareciera que estamos preguntando por el uso de la sinalefa en la lírica medieval sin haber abierto un poemario. Esta contradicción obliga a mirar una dificultad intrínseca del ejercicio educativo: los docentes transitan por una estrecha cornisa donde equilibran los conocimientos específicos de cada materia con el desarrollo de habilidades cognitivas, físicas y sociales. La PSU parece caer en ambos extremos simultáneamente: o el lenguaje se reduce a saber el uso correcto de los conectores, o se pregunta por el significado de la palabra consueta.

En este escenario, todo profesor de humanidades no puede sino quedar desorientado, pues la PSU refleja dos problemas graves que pervierten la enseñanza de su disciplina. En primer lugar, los temarios y las preguntas trasuntan una visión del lenguaje como algo meramente funcional. Se evalúa latamente el uso de conectores y el vocabulario por medio de alternativas (¡reduciendo los idiomas a unos paradigmas rígidos en sus significados!) y, en la misma línea, la comprensión lectora pareciera orientarse a la lectura rápida, como si la cantidad de textos leídos determinara un manejo satisfactorio de la lengua. Lo segundo, más profundo, es más grave aún. La prueba de Lenguaje, al igual que las correspondientes a otras materias, está estructurada en preguntas con alternativas cerradas. Esta evaluación, que mide conocimientos y habilidades, le cierra la puerta a la reflexión humanista, pues impide el desarrollo del pensamiento crítico y la elaboración de ideas propias: las respuestas se seleccionan entre opciones enunciadas y dadas de antemano. Si hemos de creerle a Kundera, tendríamos que afirmar que la inteligencia reside en la capacidad de matizar. Y si el uso del lenguaje exige una constante búsqueda de precisión, de distinguir planos y conceptos, ¿conviene seguir utilizando una herramienta tan categórica para medir el uso de habilidades lingüísticas para la selección universitaria? ¿O se debería complementar, como han pedido algunos, con evaluaciones alternativas de acuerdo con la postulación correspondiente?

Mientras la PSU siga manteniendo paradigmas incomprensibles, no se verán cambios en el horizonte. Valdrá la pena proponer, entonces, una medición más compleja y diversa; que, junto con reformar este instrumento único, se complemente su tarea con herramientas que se correspondan con las distintas inquietudes profesionales de los estudiantes. Si la educación exige ver personas más que puntajes, se necesita un sistema donde el lenguaje, ese instrumento básico para el desenvolvimiento de lo humano, tenga más que cinco opciones para desenvolverse. De seguir así, podremos decir: “Hubiera preferido que me tragara la tierra / a contestar esas preguntas descabelladas”.