Columna publicada en La Tercera, 03.12.2014

“Es difícil que si seguimos despreciando las ideas, las ideas no nos desprecien de vuelta (…) Es lo que hacen en Chile, un país que se enorgullece de su poca densidad cultural”. Estas palabras aparecieron el domingo 23 de noviembre en una columna de Rafael Gumucio. El miércoles 26 fue la interpelación al ministro Nicolás Eyzaguirre, quien respondió con una serie de lugares comunes a la andanada de cuñas, preguntas capciosas y acusaciones de la diputada María José Hoffmann, todo en medio de un griterío indecente de los adictos a un lado u otro que bajaba desde las galerías. Al otro día, el jueves 27, fue el Encuentro Nacional de la Empresa (Enade), en el cual el ministro Alberto Arenas habló latamente sobre una especie de Narnia de la colaboración público-privada.. A él se sumó una Presidenta Bachelet totalmente indiferente al contexto nacional, aferrada a ese voluntarismo mezclado con el aire  de superioridad moral de quien cree portar el progreso. El plato de fondo fueron los aplausos furiosos de la multitud empresarial ante cualquier atisbo de arenga antigobiernista que llamara a incendiar el prado.

En otras palabras, vivimos una semana que fue una especie de pie de página de la columna del escritor, con dos eventos en los cuales no se mostró mayor valoración por las disposiciones reflexivas, en beneficio de mantener la “crispación” al mismo tiempo que se reclamaba en contra de ella.

Ante esto, uno podría afirmar que en realidad es iluso esperar que haya un debate de ideas allí donde se está disputando poder, prestigio o dinero. Pero hay que tener cuidado con el cinismo. Después de todo, es justamente la constatación de ese vacío de sentido lo que tiene la legitimidad de nuestras instituciones por el suelo.

Y es que, aunque que sea cómodo creer lo contrario, el desprecio por las ideas y por la actividad de pensar no es obvio. De  hecho, es algo muy poco razonable, pues conduce o bien a la defensa reactiva y miope de todo lo existente como si fuera “el mejor de los mundos posibles”, o bien al ideologismo que considera que si sus ideas de cómo debe ser el mundo chocan con la realidad, mala suerte para ella.

En un breve artículo llamado “El pensar y las reflexiones morales”, Hannah Arendt advertía que el pensar, que no depende de poseer una capacidad intelectual especial, liberaba la facultad de juzgar particulares en vez de simplificar todo desde reglas generales. Y que era esta capacidad de poder distinguir lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo, la que “en los raros momentos en que se ha llegado a un punto crítico, puede prevenir catástrofes”.

Hoy estamos en una situación en la cual una fuerza política parece negar la relevancia de graves problemas sociales, mientras que otra pretende instalar su receta ideológica para remediarlos, aunque resulte peor que la enfermedad, amenazando con hacer un gran daño a Chile. Que salgamos de aquí con una agenda reformista inteligente y de amplia aceptación o que nos aproximemos a un punto crítico, lamentablemente, parece depender de lo que hasta ahora todos concuerdan en no hacer: detenerse a pensar.