Columna publicada en La Tercera, 10.12.2014

Caben pocas dudas de que la baja en la aprobación al gobierno ha tocado la línea de flotación del Ejecutivo. No hay otra manera de explicar la súbita improvisación en que han caído todos los responsables oficialistas, que actúan en orden disperso y sin ningún lineamiento general. Esto ocurre por una razón muy simple: el gran resorte de este invento llamado Nueva Mayoría fue la popularidad de Michelle Bachelet. A partir de ese respaldo, de naturaleza más mística que política, se gestó la ilusión de que tras las consignas había algo así como un proyecto coherente. No es de extrañar entonces que una vez esfumada la popularidad, se esfumen también las ilusiones ópticas. En rigor, todos los espejismos se desvanecen mirados de cerca.

Los responsables de la Nueva Mayoría podrán esconder estos hechos bajo excusas más o menos disparatadas -problemas comunicacionales, pedagógicos o de arribismo- pero más temprano que tarde tendrán que enfrentar la realidad y asumir que este proyecto presidencial está mal urdido. Es llamativa la falta de reflexión en muchos dirigentes experimentados, y que parecen sorprendidos cuando el guión siempre fue previsible: un gobierno que se desfonda por la simple razón de que nunca tuvo fondo.

Todo esto podrá parecer exagerado, pero hay pecados originales que en política son graves. La dificultad central puede resumirse así: en la elaboración del sacrosanto programa se ignoró sistemáticamente la cuestión de los medios. El programa fue pensado asumiendo que en política los medios son accidentales o, peor, indiferentes. Si estamos de acuerdo en los fines, se dijo, el acuerdo sobre lo otro vendrá de forma natural. Craso error, porque esa pregunta está lejos de ser accesoria o secundaria: los medios constituyen lo político tanto como los fines. No hay fines propiamente políticos sin consideración del camino para llegar a ellos; y si alguien debiera haber aprendido esta lección es la izquierda.

Dicho de otro modo, lo político no se configura a partir de meras declaraciones de intenciones, ni de manifestaciones genéricas de buenos sentimientos (¿hasta cuándo dejaremos que el sentimentalismo inunde nuestra política?). Lo político requiere de una explicitación de los instrumentos, pues éstos informan -dan forma- a cualquier proyecto. Una intención que no especifique ni reflexione sobre la cuestión de los medios no tiene un carácter específicamente político, y debe ser visto más bien como equivalente a un brindis de cumpleaños, o a discurso de postulante a Miss Universo.

Todo esto explica la camisa de siete varas que tiene encerrado al oficialismo: en ausencia de proyecto político, cada uno trata de improvisar como mejor puede. Naturalmente, un afán transformador que busca cambiar paradigmas arraigados, requiere un poco más de esfuerzo. Mientras antes la Nueva Mayoría comprenda la naturaleza del laberinto que se construyó, antes podrá salir de él. Dilatar las verdaderas decisiones es el mejor camino para seguir con el “espectáculo”, e impedir cualquier acción auténticamente política.