Columna publicada en Chile B, 06.11.2014

Durante las últimas décadas el modo de comprender la sexualidad, la familia y la relación entre ambas ha sufrido una transformación radical. Afectividad, sexualidad, procreación y familia parecen entenderse como realidades cada vez más autónomas y desvinculadas entre sí. De este modo, lo que hasta hace algunos años era impensable —por ejemplo, que Nicolás tenga dos papás— hoy se muestra como totalmente legítimo. Pero, ¿no es acaso la sexualidad un asunto meramente privado? ¿Por qué habríamos de cuestionar decisiones tomadas en la esfera de la identidad sexual, esfera sujeta al arbitrio de cada cual?

Se trata de asuntos muy complejos, pero debemos ser capaces de advertir que la respuesta a esas preguntas es menos evidente de lo que podría pensarse a primera vista. Hoy son muchos quienes consideran la sexualidad como una construcción cultural infinitamente moldeable, sin mayor conexión con la biología ni con la procreación. Así, lo masculino y lo femenino pierden cualquier contenido objetivo, la heterosexualidad carece de justificación, los actos sexuales tienden a perder cualquier horizonte de justificación más allá de la pura búsqueda de placer, y finalmente, la familia se convierte en un mero conjunto de personas que comparten ciertos vínculos afectivos y un mismo techo. La realidad, sin embargo, indica que esta lógica difícilmente puede ser aceptada sin más.

Basta con analizar la realidad misma de la familia. Es justamente en este espacio de donación donde la sexualidad tiene un papel fundamental. A partir de ella surgen las relaciones que fundan la familia: paternidad, maternidad, filiación y consanguinidad. En este sentido, no es posible pensar esta comunidad humana con prescindencia del binario sexual, hombre y mujer, porque no podemos separar la diferencia sexual de la generación de nuevas personas. Se trata de una relación interdependiente, que tiene, entre muchas otras, una significación tanto procreadora como socializadora. Es decir, no sólo se necesita de un hombre y una mujer para engendrar un hijo, sino que, además, cada uno de ellos cumple una función específica, distinta y complementaria, en la educación de los niños.

En efecto, los cuidados paternos y maternos son similares en una gran variedad de aspectos, de manera que cualquiera de ellos pueda proveer un ambiente de seguridad básico en caso de que alguno de ellos faltase. Pero también hay diferencias patentes e irremplazables en los modos de interacción de padres y madres respecto a sus hijos, en las distintas etapas de su vida, y dependiendo de su sexo, vale decir, si son niños o niñas. Estos estilos se complementan de manera que proveen oportunidades únicas de aprender distintos tipos de habilidades cognitivas, lingüísticas y emocionales que influyen en el desarrollo intelectual y social de un niño. En este sentido, la alteridad sexual de sus progenitores adquiere particular importancia en el ámbito de la identidad sexual: a partir de sus primeros años, el niño comienza a mostrar la necesidad de entender y dar sentido a su corporeidad sexuada, y respecto a esto la relación con la figura paterna y materna adquiere gran relevancia.

Como señala el sociólogo italiano Pierpaolo Donati, “decir que la familia es una relación sexuada significa que se hace familia, y se está en familia, diversamente cuando se es hombre que cuando se es mujer”. Esta diversidad depende, en parte, de las circunstancias culturales, que pueden cambiar en el tiempo y el espacio, pero se basa también en lo naturalmente masculino y femenino. En este sentido, es importante comprender que la condición sexual del hombre y de la mujer no solo pertenece al ámbito de la biología, sino que también abarca las dimensiones espirituales, afectivas, culturales y sociales de las personas. Y un aspecto esencial de ser varón y ser mujer es precisamente la potencial paternidad y maternidad, que no son realidades sujetas sólo a una dimensión afectiva o cultural, sino que tiene un asidero en algo mucho más concreto; disponer de aquella realidad como si su significado fuera trivial y arbitrario tiene consecuencias que, pareciera, no se están tomando en cuenta.

En virtud de lo anterior, considerar de modo idéntico las uniones heterosexuales y homosexuales no parece apropiado. En rigor, ello sólo sería factible sin tener a la vista la realidad familiar. Cabe preguntarse, entonces, si esta igualdad radical en la valoración de la heterosexualidad y la homosexualidad –presente en la historia de Nicolás– no implica el debilitamiento de los vínculos familiares, corriéndose incluso el riesgo de dejarlos sin su fundamento definitivo. Bajo este supuesto, filiación y paternidad pasarían a ser vínculos artificiales más que relaciones naturales irrevocables y gratuitas (con sus correspondientes derechos y obligaciones) sin las cuales, en último término, sería imposible no sólo nuestra existencia, sino que también toda la vida social.