Columna publicada en La Tercera, 08.10.2014

Hay dos maneras de entender lo que es una reforma. Una es pensarla como la realización de los cambios necesarios para perfeccionar un orden. Otra es pensarla como un paso gradual para destruir ese orden y fundar otro nuevo. En el primer caso se trata de cambiar para conservar lo bueno y perfeccionar lo que no funciona bien. En el segundo, de destruir de a poco para crear un orden nuevo o, lo que es lo mismo, hacer una revolución.

El paso de la Concertación a la Nueva Mayoría es el paso de un reformismo conservador a un reformismo revolucionario.  Conservador, en este caso, no se refiere a pretender que todo siga igual, sino a evitar grandes quiebres y saltos al vacío en el proceso de cambiar. Edmund Burke es un representante de esta visión. La tradición revolucionaria, en cambio, se remonta a la Revolución Francesa, condenada por Burke, y a su pretensión de rediseñar el mundo desde la razón e imponer por la fuerza ese orden imaginado.

Un ejemplo de reforma conservadora es el Pilar Solidario incluido en nuestro sistema de pensiones. Uno de reforma revolucionaria es el Transantiago: un megaproyecto que pasó del papel a la calle quebrando radicalmente con el sistema anterior.

En general, el reformismo conservador presenta ventajas notables respecto del revolucionario. La más importante de ellas es que permite aprovechar la experiencia de las generaciones pasadas y su condensación en las instituciones que son reformadas. Partir de cero, en cambio, siempre implica enormes riesgos que son invisibles al planificador, que suele creer, equivocadamente, que su sola razón basta para hacerse cargo de la infinidad de variables involucradas en la conformación de una institución.

Ahora bien, frente al reformismo conservador y al reformismo revolucionario, siempre se yerguen otras dos alternativas: la reacción y la revolución. La reacción suele considerar que todo reformismo es revolucionario y la revolución que todo reformismo es conservador. Estas son, por supuesto, posiciones dogmáticas que en realidad se asemejan bastante. De hecho, el destino de todo revolucionario, en caso de triunfar su revolución, es convertirse en un reaccionario celoso de que nada cambie. Un ejemplo de ello es Cuba, pero otro también es Chile: los que en los 80 fueron revolucionarios “neoliberales” se convirtieron, al acceder al poder y a la riqueza, en reaccionarios celosos de que no se toque ni un pelo del “modelo”. Y eso, en grandes cuentas, es todo lo que la derecha chilena es hoy: una fuerza reaccionaria, sin propuestas, que juega todas sus fichas a la defensa del statu quo, que desprecia la reflexión académica y política, y que cree que sus ideas son correctas, pero que no han sabido “venderlas” bien.

El centro político, terreno del reformismo conservador, comienza a quedar vacío. Y la disputa parece darse entre quienes pretenden rediseñarlo todo -gradualmente- y quienes quieren que nada cambie. Una guerra entre elites burocráticas y elites económicas, y, lamentablemente, un país entremedio.