Columna publicada en La Tercera, 01.10.2014

El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia determinó que los principales actores del mercado avícola se coludieron para fijar y elevar artificialmente los precios. Por un lado, cabe alegrarse de que las autoridades correspondientes hayan investigado y sancionado a los responsables: eso es algo que no siempre ocurre en Chile. Pero, al mismo tiempo, se acrecienta una incómoda sensación de abuso. ¿De cuántas otras colusiones seremos víctimas sin saberlo? A esto se suma el reciente escándalo relativo al financiamiento de las campañas políticas, lo que va generando un cuadro donde la sospecha comienza a corroerlo todo.

En cualquier caso, este tipo de situaciones nos recuerdan que el mercado tiene tensiones internas que no son fáciles de resolver y que, mal manejadas, terminan afectando a todo el sistema. Y aunque es innegable que se trata de un mecanismo muy eficiente para asignar los recursos, y que libera energías sociales insospechadas, también genera sus problemas. Schumpeter -uno de los observadores más finos de la economía moderna- solía notar una paradoja: el capitalismo sólo funciona correctamente si los agentes tienen un respeto intrínseco por la ley, pero ese respeto difícilmente surge cuando todos buscan maximizar sus utilidades. Las disposiciones morales son un poco antinómicas y no convergen fácilmente.

Esto puede sonar un poco oscuro, pero tiene una ilustración bien simple. ¿Por qué los agentes económicos habrían de respetar las reglas abstractas de la libre competencia? ¿Cómo justificar tamaña regulación desde una lógica liberal? ¿Acaso el mercado no tendía al equilibrio? La libre competencia no es fetiche ni religión y, por tanto, el respeto de sus reglas no es autoevidente: debe ser justificado por bienes que la trasciendan. Es aquí donde la economía limita con la política, porque una competencia sana no se logra exacerbando la lógica misma de la competitividad.

Todo indica que necesitamos un contexto político que nos permita ver de modo más nítido los bienes comunes involucrados en cada una de nuestras decisiones. Debemos introducir lógicas de cooperación, y poner más atención a eso que Jesse Norman ha llamado la gran sociedad. Si no somos capaces de pensar el mercado desde categorías políticas, le estaremos haciendo un flaco favor a la economía libre, que no puede funcionar sin supuestos que la anteceden y que ella no puede proveer (en ese contexto, por ejemplo, debe ser entendida la propuesta de limitar el comercio los días domingo).

Puesto en simple, el mercado es incapaz de generar las condiciones institucionales indispensables para su propia sobrevivencia. La maximización de las utilidades sin cuartel, atada al corto plazo, genera dificultades insolubles, pues la economía funciona sobre una sociedad que no se mueve exclusivamente por estímulos materiales. Esto explica que los fanáticos de la autorregulación suelan defenderla apelando a las teorías darwinistas sobre la selección natural: conciben a los seres humanos como bestias, esto es, como animales sin política.