Columna publicada en La Tercera, 15.10.2014

Andrés lleva años tratando de convencernos de que es alguien distinto. Razones no le faltan: brillante, sonrisa perfecta, runner, profesor de Harvard, ministro exitoso. Algún comentarista de la plaza ha llegado a admirar su manera de vestir. Andrés bien podría ser modelo de cualquier publicidad, porque encarna a la perfección las aspiraciones de nuestra nueva burguesía: moderno, liberal y cosmopolita. ¿Qué más se puede pedir?

Sus intervenciones públicas dejan traslucir cierta exigencia a quienes lo escuchan: cada uno de nosotros debe agradecer el sacrificio que Andrés hace por nosotros. Podría estar en Boston o en cualquier organismo internacional con sede en el hemisferio norte, o leyendo en su casa o escribiendo más novelas, y sin embargo, nos prefiere. Su vocación de servicio público es tan elevada que está dispuesto a muchas renuncias.

Andrés simboliza la novedad y la pureza, en contraste con una cultura agotada, semicorrupta y (sobre todo) pasada de moda. Andrés se exaspera con las “malas prácticas” de la “vieja política”: su promesa es encarnar la “nueva política”. Esta emergerá impoluta en un mundo nuevo, gobernado por profesionales exitosos, con posgrados en Estados Unidos y ganas de contemplarse a sí mismos. En rigor, Andrés es más predicador que político, porque tiene una Buena Nueva que anunciarnos.

Naturalmente, un relato así de maniqueo tiene riesgos: la blancura no admite manchas. Por eso, la indignación de Andrés es más que comprensible: él no merece ese trato, no puede quedar salpicado por un escándalo de baja estofa. Su reacción ha sido ajustada al golpe: tuvo la cortesía de regresar a Chile, donde asumió de inmediato la posición de víctima. Al mismo tiempo, mandató a su entorno para que subiera los decibeles: la investigación no ha sido bien llevada, los ministros políticos están digitando todo, hay una voluntad de destruirlo. La amenaza  no es muy elegante, pero qué diablos: si caigo yo, caemos todos.

Andrés, en todo caso, tiene buenos motivos para estar ofuscado. Todo indica que el allanamiento a su hogar fue más espectáculo que otra cosa y las filtraciones no tienen nada de inocentes. Su único pecadillo es haber cobrado por unas conferencias. Desde luego, eso no tiene nada de malo en sí. La dificultad estriba en combinar eso con el pedestal que Andrés construyó para sí mismo. En estas materias -y esta es una lección de la vieja política- todo es cuestión de perspectiva: si tu tono suele ser puritano, no te sorprendas si hay varios esperando la oportunidad para aplicarte la misma vara.

En definitiva, sus enemigos captaron bien su punto débil. Dado que el único capital político de Andrés es él mismo, una herida en su credibilidad le toca la línea de flotación. Sin redes, sin parlamentarios y sin apoyos políticos, Andrés está atrapado en el laberinto que él mismo construyó con meticulosidad y cuyas salidas clausuró. Puede ser peligroso jugar un juego ignorando sus lógicas y exigencias internas. Otra lección de la vieja política que, al parecer, Andrés nunca quiso escuchar.