Columna publicada en Pulso, 12.09.2014

Chile parece condenado a debatir, con frecuencia matemática, algunos temas sin avanzar un solo centímetro. Así, dos veces al año discutimos sobre la conveniencia de continuar con el cambio de hora, y marzo a marzo nos indignamos públicamente ante los abusos de los textos escolares. Hace algunos días volvimos sobre otro asunto que se repite una y otra vez: la entrega de los premios nacionales. En nuestro país se entregan 11 de estos galardones, cinco en los años pares y seis en los impares. Junto con un diploma y una suma de dinero, se otorga al ganador una pensión vitalicia, que continúan percibiendo el cónyuge viudo y los hijos menores de edad luego del fallecimiento del premiado.

Existen muchas objeciones a esta distinción, y la mayor parte de ellas se concentra en la constitución del jurado. En efecto, resulta extraño que, en un órgano deliberativo encargado de dar una distinción de este tipo, la representación puramente institucional sea tan elevada (el ministro de Educación, el rector de la Universidad de Chile y un académico representante del CRUCh), al tiempo que hay pocos especialistas de la disciplina (suelen estar un miembro de la Academia correspondiente, además del último laureado). Probablemente, esta discutible composición se debe a la poca claridad que hay con respecto a qué quiere reconocer el Estado. La legislación correspondiente no ilumina demasiado. Esta señala que los premios están “destinados a reconocer la obra de chilenos que por su excelencia, creatividad, aporte trascendente a la cultura nacional y al desarrollo de dichos campos y áreas del saber y de las artes, se hagan acreedores de estos galardones”. Todo indica que, para dar un premio de estas características, se necesita un jurado distinto del actual, menos anclado a las contingencias de los funcionarios de turno. Asimismo, esta incoherencia entre la composición del jurado y la naturaleza del premio se traduce en una incongruencia sustantiva. ¿Cómo explicar, si no, que valoremos la popularidad y masividad de Antonio Skármeta en literatura, en desmedro de obras más inteligentes y agudas, como las de Pedro Lemebel o Germán Marín, mientras que en disciplinas como música hacemos justamente lo contrario entre la obra de León Schildowski y la de Vicente Bianchi?

Es importante advertir que la crítica a la sobrerrepresentación de la Universidad de Chile y a la nula participación de los gremios y de las academias fuera del CRUCh no es en absoluto casual ni poco importante. Para algunos, como se trata de un reconocimiento del Estado, no es necesario integrar nuevos actores en ese debate. Pero esa comprensión de las cosas comunes de los chilenos -aquella dimensión que otorgaría un carácter global al galardón- es bastante chata. Una visión algo más sofisticada intentaría imprimirle a este premio el carácter de aquello que es propio de toda la nación.

En ese contexto, no solo cabría escuchar a los representantes institucionales del Estado, sino también a quienes, desde las diversas dimensiones de la vida social, participan activamente en el desarrollo de las artes y las ciencias. Eso implica buscar un equilibrio siempre precario entre vanguardia y popularidad, aunque nunca se puede sacrificar la calidad en el camino. Por lo mismo, no podemos olvidar que esa calidad solo puede ser juzgada por sus pares, quienes tienen una mayor presencia en la sociedad civil que en el Estado.

¿No correspondería, entonces, disminuir la presencia de ciertas instituciones estatales, alimentando la pluralidad de voces involucradas, como otras casas de estudios, artistas, difusores de las ciencias o gremios? ¿No valdría la pena desligar la deliberación del ministro de Educación, al menos en las categorías más relacionadas con la cultura? Y, sobre todo, ¿no debería haber una mayor cuota de experiencia y de especialización técnica en la decisión? A una resolución secreta, lo que parece lógico, se suma que no existe una obligatoriedad de informar los méritos correspondientes al galardonado: los votos ni siquiera deben justificarse. En rigor, allí no hay deliberación. No es de extrañar, entonces, que el hermetismo dé espacio a la negligencia y los favores.

Con todo, hay algo más. Dice la ley que, además de la gratificación económica, “el Estado promoverá el conocimiento y la difusión de la obra de los premiados”. No es aventurado señalar que los laureados, salvo honrosas excepciones, no están presentes ni en los medios de comunicación ni en el debate público. Cabría, por tanto, para resaltar su importancia, mover el foco desde el beneficio económico hacia aquello que queremos reconocer: difundir y dar a conocer los avances en las artes y las ciencias. Eso redundaría en un beneficio que excede al galardonado al mismo tiempo que lo incluye, permeando a la sociedad en su conjunto. Una política de este tipo entregaría una justificación renovada a este premio.

Todas estas propuestas chocan de frente con la falta de urgencia de los legisladores para discutir y despachar las dos propuestas de cambio que hoy descansan en el Congreso (que, dicho sea de paso, adolecen aún de muchas falencias). Es probable que el 2015, luego de discutir acerca del cambio de hora y de la falta de regulación de los textos escolares, volvamos los ojos sobre los mecanismos de los premios nacionales que, otra vez, no serán los idóneos para reconocer los avances en las artes y las ciencias.