Columna publicada en La Tercera, 03.09.2014

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Foto: Emol

Hace una semana, Mariela dio a luz a Alexandra, su cuarto hijo. Alexandra nació prematura y por cesárea, tras poco más de seis meses de gestación. Midió 37 centímetros y pesó poco más de un kilo. A pesar de las dificultades, la familia está radiante: en el mundo de Mariela, toda guagua es una bendición. Mariela tiene veintisiete años y le encanta la idea de tener una familia grande -siente que nunca se quedará sola-, pero el más emocionado era Antonio, el segundo de sus hijos, que tiene síndrome de Down.

Dos días después de la cesárea, en el hospital le dijeron a Mariela que debía irse, aunque a su hija le quedan varias semanas en incubadora. Mariela sigue bien adolorida por la operación, pero igual toma la micro muy temprano todos los días para llegar al hospital y alimentar a su guagua. Se demora poco más de una hora. Al final, lo único que le importa es poder estar ahí, al lado de ella. Por mientras, sus papás la siguen ayudando con los otros niños. Es duro, pero mejor que el nacimiento de su primer hijo. Ella tenía entonces diecisiete años, y fue en un pasillo, porque el hospital estaba lleno. Aunque le dolía mucho, cerró los ojos y aguantó en silencio. Había escuchado cómo maltrataban a gritos a otra mamá, y no quería vivir lo mismo.

Mariela se enteró hace muy poco de que había pasado a la categoría C de Fonasa, porque gana poco más de 300 mil pesos, y ni sus cargas la eximen del copago. Es pobre para las isapres, pero rica para Fonasa. La cesárea le salió casi cien mil pesos, que es una pequeña fortuna para ella. En todo caso, lo peor será la incubadora, que cuesta dieciocho mil pesos diarios, sin contar exámenes ni remedios, y donde su guagua deberá estar unos dos meses: prefiere ni calcular. Todo por no haberle pedido a su jefe que le impusiera por el mínimo, cosa que hará apenas vuelva a trabajar.

Mariela arrienda un pequeño departamento en Quilicura, en un barrio peligroso. Le gustaría irse  de allí, para que sus niños tengan un mejor entorno. Nunca ha podido ahorrar para el subsidio. Desde que nació su primer hijo, su vida ha sido trabajar y trabajar. En la construcción, como manipuladora de alimentos, en lo que sea. Ahora es empleada doméstica. Gana un poco más, pero los trayectos son eternos. El viaje le toma por lo menos dos horas de ida y dos de vuelta. Mariela pasa entre 80 y 100 horas al mes en el transporte público, y casi siempre de pie. Además, las micros pasan cuando quieren, y muchas veces ni siquiera se detienen. Eso es un poco frustrante, sobre todo en las tardes, cuando el cansancio le gana, pero Mariela nunca ha sido quejumbrosa. Cierra los ojos y aguanta en silencio.

No creo que Mariela lea esta columna. De hecho, nunca lee el diario. Tampoco sale a protestar. Tiene mucho que trabajar, tiene niños que criar y micros que tomar. Cuando piensa en el futuro, le da un poco de miedo, pero está dispuesta a todo por sus hijos. Y si las cosas se ponen muy malas, Mariela simplemente cierra los ojos y aguanta en silencio. Como siempre.