Columna publicada en El Mostrador, 01.09.2014

udi_rnCristián Monckeberg ha vuelto a insistir en la necesidad de renovar la Alianza y de ensanchar sus márgenes más allá de la UDI y RN. A priori, la idea resulta muy sensata. Por una parte, el curso que han seguido las reformas del Gobierno, en especial la educacional, ha dejado muchos desencantados: el momento parece propicio para tender puentes con movimientos emergentes, organizaciones de la sociedad civil y conglomerados como el PRI (precisamente lo que está intentando hacer Monckeberg). Por otro lado, si algo ha quedado claro durante los últimos años es que la Alianza requiere una cirugía mayor. Basta recordar sus recientes resultados electorales, la amplitud de sus divisiones y la bullada falta de discurso y de conducción política de su gobierno. En rigor, todo indica que el desafío lanzado por el presidente de RN es ineludible.

Sin embargo, el prontuario de la oposición no es muy alentador: la fallida Coalición por el Cambio dejó claro dónde terminan los pactos para la foto. Dar forma a una nueva agrupación política real y no meramente instrumental requiere algo más que una intuición sensata y, de hecho, ya en el nombre propuesto por Monckeberg –la Coalición de la Libertad– es posible advertir cuán complejo es el asunto. Ciertamente durante el siglo XX la libertad permitió aglutinar a los sectores que desde diversas perspectivas dieron la batalla contra los socialismos reales, pero desde hace un buen tiempo ella no parece servir como criterio de distinción. ¿No resultan más idóneos hoy en día conceptos como la dignidad, la solidaridad, la justicia o la responsabilidad? Es obvio que en política todo nombre tiene algo de consigna y de fantasía, pero el énfasis en la libertad sin más resulta especialmente problemático: la negación del estatismo no es suficiente para fundar un proyecto político propositivo, y la falta de conciencia al respecto ha sido letal para la oposición.

Con todo, hay una dificultad adicional para el discurso de la libertad, que podría formularse del modo siguiente: vivimos en un mundo en que los llamados temas morales son cada vez más debatidos en la esfera pública, y muchas veces son asumidos precisamente como conflictos de libertades. No son los únicos temas, pero sin duda son relevantes. Pensemos en el aborto, la legalización de las drogas y las discusiones sobre familia. O incluso en las libertades de enseñanza y de educación. ¿Quién es el representante de la libertad en esos y otros temas análogos a juicio de la opinión dominante? Es claro que uno puede criticar el concepto de libertad que predomina en Twitter –ella es mucho más que una autonomía desvinculada–, pero todo indica que no es sensato cerrar los ojos ante el fenómeno, en especial si se aspira a ofrecer un discurso político diferente.

Por lo demás, no es imposible pensar que quienes enarbolan la bandera de la libertad (a secas) terminen inclinándose por aquellos referentes en que confluyan abiertamente liberalismo económico y liberalismo moral. Una confluencia de ese tipo, dicho sea de paso, no es en absoluto casual o poco previsible. En efecto, la extensión de la lógica de los derechos y libertades individuales suele ir de la mano de la ampliación de los límites del mercado, con todos los problemas que esto conlleva. Por lo mismo, si la oposición desea crecer hacia otros sectores y articular un discurso distinto necesariamente debe llevar adelante una reflexión y una autocrítica muy profundas: mal que le pese, muchos de sus miembros han tendido a identificar la libertad con la libre empresa, la sociedad con el mercado y la extensión de éste como signo inequívoco de desarrollo. Para que sean viables una nueva coalición política y un discurso renovado, robusto y capaz de superar la díada Estado-mercado se requieren otros criterios y otras premisas. Pero buscarlos no parece una simple opción para la Alianza: mirando al largo plazo es probablemente la única alternativa que le queda.

Salvo, claro, que quiera terminar siendo la coalición de Andrés Velasco.