Columna publicada en Chile B, 01.08.2014

El diagnóstico respecto a la derecha que Hugo Herrera presenta es desolador. Frente a él, mi opinión es que tiene razón y que exagera. Tiene razón al decir que la mayor parte de la derecha detesta pensar, confunde la defensa del libre mercado con la defensa de las empresas, está pegada en el Chicago—gremialismo ochentero y no hace el trabajo de articulación entre principios, ideas y praxis. Exagera al generalizar este juicio y al hacer un diagnóstico demasiado halagador de la actual izquierda. De hecho, si Hugo Herrera tuviera razón en términos absolutos, Hugo Herrera no existiría. Pero la razón de esta exageración es clara: el profesor está llamando a la acción, eso exige remecer y remecer exige simplificar la situación y magnificar al adversario. Elevada ya esa voz de alerta, entonces, trataré de complementarla con un diagnóstico sobre los senderos de esperanza que veo y uno que otro retoque a su retrato general.

Primero, me gustaría hacer una observación respecto a cómo piensa la derecha chilena, no en el fondo sino en la forma. Y aquí nos topamos con un asunto que trabajamos junto a Francisco Javier Urbina largamente en “Gobernar con principios”: el pesimismo. En efecto, la derecha tiene una relación mucho más intensa con la derrota que con la victoria. El origen de este asunto no es claro. En él confluyen hartas tendencias: la idea del mundo como “valle de lágrimas” defendida por el catolicismo más tradicional, la enorme influencia a comienzos del siglo XX de las ideas de Spengler sobre el sino decadente de la civilización occidental, la brutal culpa de una élite rural usada como chivo expiatorio por los políticos de todos los partidos para explicar el “desarrollo frustrado” de Chile —que muestra magistralmente Angélica Ovalle en su libro “Reforma agraria chilena”— y la falta de convicciones de la derecha “empresarial” —“pelean como los oligarcas: pierden, pero conservan su dinero” dice en “La República” de Platón—. También está en la memoria del colectivo, como un asunto no resuelto, lo que significó terminar justificando una dictadura luego de una historia más o menos democrática y lo que eso supuso en términos de confianza en la política y en el ser humano.

Ahora bien, este pesimismo parece manifestarse, como dijimos con Urbina, de dos maneras: una es la fuga hacia el pasado de los integristas, que comienzan a predicar el apocalipsis ante la ocurrencia de cualquier desafío político o proceso de transformaciones. A eso lo denominamos “síndrome del Arca de Noé”, porque lo característico de esa derecha es predicarle a los convencidos que sólo existe un camino de “salvación” del desastre inminente, que es aferrarse irreflexivamente a ciertas ideas y consignas, y que sólo los que perseveren en ese camino podrán tener futuro o, al menos, morir con las botas puestas. Al otro lado encontramos el segundo producto del pesimismo, la derecha entreguista. Esta derecha está convencida de que sus principios son definitivamente impopulares, que sus ideas no tienen destino y que si uno quiere triunfar tiene que disfrazarse de algo que no es. Admiran y adulan a sus adversarios de izquierda y son capaces de cualquier cosa por algunas migajas de reconocimiento por parte de ellos. A eso le pusimos, obviamente, “síndrome de Estocolmo”.

¿Por qué tanto entusiasmo en los pesimistas con la economía de mercado, entonces? Uno podría pensar que simplemente por las ganancias económicas. Pero hay algo más. El pesimismo de la derecha es confirmado en la antropología del economicismo. Y es que al fondo del pesimismo lo que hay es una antropología negativa: una desconfianza en la capacidad humana para optar por el bien. Y esa antropología es asumida como dato en el discurso estándar de la economía de manual: el ser humano es mostrado como flojo, movido por bajas pasiones, intereses de corto plazo y la búsqueda de pequeñas ventajas. La promesa del economicismo es convertir, gracias al “mercado”, esos vicios privados en virtudes públicas. La coordinación eficiente de la bajeza humana.

Pero ojo, la izquierda chilena no lo hace mejor: a pesar de sus discursillos llenos de optimismo y promesas del cielo en la tierra, la izquierda no tiene una antropología humana positiva. Considera que el ser humano común y corriente, el representante medio del “pueblo”, está corrompido, alienado, por el capitalismo. Es un engendro de este mundo vil. Luego, trabajan para el “hombre del futuro” —que siempre identifican con ellos mismos— y si valoran al “pueblo” que adulan es porque ven en él el potencia de convertirse, desde su estado actual —que desprecian— en otra cosa ¿Cómo? Mediante la acción del Estado, conducido por las élites “conscientes” —ellos, otra vez—. Por eso, por ejemplo, muchos de los promotores del fin a la selección y el copago en la educación particular—subvencionada no ven problema alguno en tener a sus hijos en el Grange o el Santiago College: ellos no se corrompen, el problema son los otros. El Estado, piensan, es un instrumento para convertir a la fuerza los vicios privados en virtudes públicas. Y la constante imposición de la “virtud” a las personas, quizás terminará por volverlas virtuosas en un futuro lejano.

Creo sinceramente, en suma, que lo que Herrera muestra como horroroso en la derecha surge de esta convicción pesimista respecto al ser humano, que comparten en Chile izquierdas y derechas. Es la particular forma de darse de esta antropología negativa en la derecha lo que Herrera identifica como problemático y concuerdo con él. De ahí viene el economicismo, el desprecio por la política, ese “conservadurismo” reaccionario y ese “liberalismo” superficial y patético. De ahí también eldesprecio por la cultura. La izquierda la ve principalmente como instrumento de propaganda y la derecha como pérdida de tiempo. Ninguno como la forma de realización más alta de lo humano. La belleza, obviamente, no representa nada importante para esas tradiciones.

La pregunta es si está pasando algo en la actual derecha que vaya en un sentido contrario a todo esto. Si hay algún indicio de otra antropología informando ciertas prácticas o ideas. Y yo creo que lo hay: la bancarrota política de la derecha luego del fracaso del último gobierno le ha hecho a varios volver a mirar el rostro de las personas comunes y corrientes y no se han encontrado con la pequeñez radical que esperaban. Se han encontrado con pequeños empresarios, con apoderados aguerridos y con trabajadores honestos y preocupados de lo público. Han redescubierto que no todos los que tienen menos son de izquierda —aunque las elites de izquierda hablen como si los representaran—. Se han encontrado, obvio, con algo de bajeza y egoísmo, pero mezclada, en igual medida, con grandeza, generosidad y gratuidad ¡Han vuelto a encontrarse con el ser humano!

El mismo proceso viene ocurriendo desde hace un tiempo en algunos círculos intelectuales también. Sin ir más lejos, yo trabajo en un centro de estudios, el Instituto de Estudios de la Sociedad, que no se dedica al “columnismo” —tenemos publicados más de 10 libros, incluyendo uno de Hugo Herrera— ni a las políticas públicas, sino a trabajar con ideas desde una tradición antropológica que concibe al hombre como débil frente al mal, pero capaz del bien. Y no son pocas las personas e instituciones —más “liberales” o más “conservadoras”— que nos hemos ido topando en el camino que comparten esa visión fundamental.

¿Cómo se traduce esta nueva antropología en la praxis política? Eso es lo que muchos se están preguntando hoy. Y las respuestas comienzan a confluir en un concepto que aparece cada vez más en entrevistas y discursos políticos: el de “sociedad civil”. La clave parece estar en el mundo de las instituciones que existen entre el individuo y el estado, en la libre organización de las personas y en las formas políticas que privilegian lo local y la organización “de abajo hacia arriba”. Este tema, de hecho, es el que el parlamentario británico Jesse Norman desarrolla en su libro “La Gran Sociedad” y es lo que le da sentido a su publicación en Chile.

En fin. Hay cosas pasando. El eriazo es enorme, pero hay brotes. Hay buenas razones para no ser pesimistas respecto a nuestro pesimismo.