Columna publicada en Revista Qué Pasa, 25.07.2014

En un discurso pronunciado ante el Parlamento ruso el 18 de marzo de este año, Vladimir Putin habló sobre la anexión de Crimea. Para justificar sus decisiones, afirmó que la nación rusa es el mayor grupo étnico del mundo dividido por fronteras, acusando de ello a la “infame política de contención” que Occidente ha practicado respecto de Rusia, cuyos orígenes remontarían al siglo XVII. No contento con eso, el presidente ruso sindicó también al mundo occidental de “estar constantemente tratando de confinarnos en un rincón”. Putin explicitaba así su propio proyecto: después de 25 años de la caída del Muro, Rusia quiere volver a jugar en primera división. Eso implica que no tendrá mayores escrúpulos en proteger a aquella “nación rusa” que está fuera de sus fronteras.

En ese contexto, era obvio que el caso de Crimea no era más que la primera etapa de una vasta empresa político-cultural, cuya finalidad es recuperar todas las áreas de influencia histórica del imperio ruso. En términos de Putin, hacer retroceder aquella política de contención que tiene a Rusia arrinconada hace más de cuatro siglos. El paso siguiente entonces era evitar que Ucrania siguiera mirando hacia la Unión Europea. Para lograrlo, Moscú lleva meses alimentando a los rebeldes prorrusos y su guerrilla en el este, con el fin de desestabilizar toda la zona. Moscú quiere obstaculizar cualquier acuerdo de Kiev con Europa o con la OTAN, e instaurar un sistema federal que termine de balcanizar un territorio en crisis.

Más allá de la retórica, nada de esto escandalizó al mundo. Más bien, puede pensarse que todos asumieron -con mayor o menor comodidad- que Ucrania pasaría a la esfera de influencia rusa, pues nadie tenía ganas ni intención de impedirlo. Sin embargo, el jueves 17 de julio un avión civil de Malaysia Airlines, con 298 pasajeros a bordo, fue abatido en el este de Ucrania, muy cerca de la frontera rusa. Es posible que los detalles del accidente nunca se aclaren del todo, porque el avión cayó en una zona controlada por los rebeldes, que no tienen muchas ganas de colaborar. Los rusos aprovecharon la confusión inicial y sugirieron que el misil había sido lanzado desde Kiev, para derribar el avión personal de Putin. La hipótesis es fantasiosa, pero útil: dado que los separatistas no tienen aviación, Ucrania no tiene ningún motivo para lanzar misiles antiaéreos. Todo indica entonces que los rebeldes prorrusos son responsables de lo ocurrido. Pero la cuestión se complica si consideramos que, para derribar un avión de ese tipo, se necesita algo más que armamento liviano. Estamos hablando de misiles sofisticados, que deben ser manipulados por profesionales. Sólo los rusos pueden haber proveído del apoyo para una acción de este tipo, y ahí reside precisamente el problema. La caída del Boeing pone de manifiesto lo que todos sabían: Putin está operando directamente las guerrillas que tienen convertida a Ucrania en un polvorín.

Las potencias occidentales reaccionaron como de costumbre: vociferaciones y amenazas de sanciones. Pero Putin, maestro en el juego de la manipulación, sabe perfectamente cuán feble es la oposición de Occidente. Es cierto que Obama ha sido un poco más decidido, pero en lo grueso parece repetirse el guión de Crimea: ninguna reacción proporcionada a la gravedad de los hechos. El caso más llamativo es, por cierto, el de Europa; no sólo porque todo esto ocurre en sus propias fronteras, sino también porque la mayoría de los pasajeros del avión eran holandeses. Sin embargo, desde Bruselas sólo se oye cacofonía. Están, desde luego, los países del este (como Lituania y Polonia) que exigen medidas severas. Pero, en general, los europeos han preferido mirar para el lado, cuidando cada uno sus propios intereses. Francia, por ejemplo, tiene un contrato de venta de dos portahelicópteros a Rusia, y el primero debe entregarse en octubre. Cameron criticó explícitamente la venta (no podemos, dijo, seguir haciendo business as usual), pero el canciller francés respondió acusando a los ingleses de ser benevolentes con los oligarcas rusos, que han escogido a Londres como centro financiero. Alemanes e italianos, por su lado, dependen del gas ruso, y no quieren conflictos mayores.

Hay en todo esto una incomprensión bien profunda del proyecto ruso, que no puede leerse desde las coordenadas occidentales. Mientras Putin no sea tomado en serio, la gesticulación de los occidentales no tendrá mayor efecto. Desde luego, no faltan quienes confían en el derecho, olvidando que en materia internacional éste nunca ha sido suficiente para castigar a los poderosos. En todo caso, la dispersión del viejo mundo es bien sintomática de un mundo que no sabe qué hacer con Vladimir Putin. La Unión Europea fue fundada luego de la Segunda Guerra, para darle paz a un continente exhausto. Pero ha sido construida sobre la ilusión del fin de lo político, y por lo mismo carece de la unidad indispensable para enfrentar este tipo de problemas: Europa tiene tantas respuestas como naciones la componen. Por lo mismo, no concibe algo así como un enemigo, y ni siquiera tiene defensa común. No es raro, en esas condiciones, que no sea capaz de garantizar la paz en el continente, como en la crisis de los Balcanes. Hace exactamente un siglo, Rusia dio origen a las guerras en cadena del siglo XX, buscando proteger la población eslava amenazada por el Imperio austrohúngaro. Nunca es tarde para aprender que, de cara a las ambiciones rusas, la ingenuidad no suele dar resultados muy estimulantes.