Columna publicada en El Mostrador, 28.07.2014

Si algo ha quedado claro durante las últimas semanas es que nuestro país no está tan mal como a veces pensamos. Tenemos múltiples problemas, qué duda cabe, pero si miramos el acontecer internacional –pensemos en Gaza o en Ucrania–  parece indiscutible que nuestras instituciones y procedimientos políticos se merecen un juicio más ponderado que el que se respira en el ambiente. No se trata de ser conformistas, sino simplemente de advertir que quienes vivimos en un entorno de paz olvidamos con demasiada facilidad la importancia de ciertos arreglos institucionales (y, dicho sea de paso, la fragilidad y contingencia propias de todo lo humano). En rigor, son millones las personas que sueñan con vivir bajo el mismo tipo de acuerdos y mediaciones políticas que por estos lados apenas toleramos.

Todo indica que urge una valoración más ecuánime de nuestra situación. Es cierto que las deliberaciones propias de la democracia son lentas, pero los frenos constitucionales tienen por lo menos dos caras y, en cualquier caso, distan de ser algo negativo en sí mismo. Por lo demás, advertir la ambigüedad (tanto para bien como para mal) de los procedimientos democráticos es imprescindible si deseamos enfrentar seriamente los desafíos que tenemos por delante: así como es iluso negar la importancia de las instituciones –ellas condicionan en muchos sentidos la vida social–, tanto o más ingenuo es perder de vista sus límites. Por lo pronto, perfeccionar nuestras instituciones puede ayudarnos bastante, pero la solución de nuestros problemas no pasa únicamente por ciertas reformas estructurales.

En efecto, por más que modifiquemos el sistema electoral, la justicia civil o el régimen de nuestras regiones –todas cosas imprescindibles–, resulta irrisorio creer que las solas reglas o procedimientos (democráticos o económicos, da igual) son suficientes para asegurar la justicia de nuestras acciones o el resguardo de ciertos bienes fundamentales. Basta pensar en la elusión tributaria o en la corrupción en el aparato estatal: si realmente queremos evitarlas, no hay procedimiento que baste. Hoy en día nos cuesta o incluso desagrada asumir la importancia de las disposiciones morales, pero cualquier sistema político tambalea sin aquellas cualidades que promueven la honradez, el respeto, la buena fe o la austeridad, y nuestra democracia no es la excepción.

Todo esto debería llevarnos a evitar dos equívocos. Por una parte, atribuir todos nuestros males a la democracia en general (como ciertos reaccionarios) o a algunas instituciones en particular (como quienes creen que la felicidad llegará con la Nueva Constitución). Por otra, pensar que el perfeccionamiento de nuestro orden institucional se agota en cosas como la reforma al binominal o la elección de autoridades regionales. Estos y otros temas son muy importantes, pero si de verdad deseamos mejorar nuestra vida en común, el asunto no acaba ahí ni de cerca. Si algo queda claro leyendo a Aristóteles, Tocqueville o Aron es que el autogobierno tiende a ser inviable sin un mínimo de virtudes cívicas. Por más que nos pese, necesitamos algo más que instituciones y procedimientos en nuestro discurso, algo que ningún sistema, reforma o “régimen de lo público” podrá reemplazar.