Columna publicada en El Mostrador, 18.07.2014

En la medida en que asumimos que el Mundial de Brasil terminó, miramos hacia atrás para hacernos una idea más profunda de lo que ocurrió mientras el mundo estaba paralizado por el gran evento. Y una de los fenómenos que no dejó a nadie indiferente en Chile fue el retorno del jesuita Felipe Berríos desde África. Algo respecto a lo cual bien vale fijar una vez más la mirada.

Berríos despierta pasiones irreflexivas. Es alguien que logra articular exactamente lo que algunos quieren escuchar y precisamente lo que otros jamás querrían oír decir a un sacerdote. Por esa razón, justamente, es un cura con fan club. Y, como todo cura con fan club, ha construido una relación empalagosa con sus groupies ABC1, basada en la adulación mutua y en el espectáculo: cada puesta en escena suya “remece” a lo que las elites de izquierda y derecha designan como “la sociedad chilena”. Esto significa que hacen arder Twitter, se comentan en los directorios de empresas y en las cartas al director de los diarios que “todos” leen. También significa que se escriben columnas sobre él, como ésta.

La carrera en los medios de este sacerdote ha sido larga y exitosa. Comenzó como “cura choro”, del tipo de los que les da un tirón de orejas a los acomodados cada domingo, repleta iglesias en el barrio alto y es disputado por el jet set para bautizos y matrimonios. Capellán del Villa María y La Maisonette, columnista de “El Sábado” y publicado por El Mercurio-Aguilar. Invitado finalmente a ser capellán de “Techo para Chile”, lo que termina por cerrar el círculo de “choreza” y de darle un aire místico, profético.

Desde ese púlpito es que la prédica del jesuita comienza a girar, junto con los “signos de los tiempos”, hacia la política contingente, la “teología” que él pretensiosamente llama “latinoamericana” (que no va más allá de un conjunto de lugares comunes bien pensantes) y la afición, dentro de esa línea, por un discurso que acentúa el conflicto de clases como motor de la historia y su superación como objetivo político-religioso central. Junto a ello, como aderezo posmoderno, incorpora la agenda progresista en cuanto a libertades individuales en materias “valóricas”. En otras palabras, en el eterno debate “de la cintura para abajo”, Berríos opta, al revés de otros sacerdotes, por fijar toda su obsesión regulatoria en los bolsillos de las personas, promoviendo la plena libertad para el resto de las cavidades y protuberancias de la zona.

La razón por la que todo esto llama tanto la atención, habiendo bastantes religiosos que piensan parecido, es muy irónica: Berríos parece despreciar radicalmente a la élite acomodada de la que proviene. Y, como proviene de la élite, es escuchado por la misma, lo que se traduce en que los medios de comunicación lo traten como si todo lo que dice fuera nuevo y maravilloso. Es decir: la sobreexposición del religioso tiene mucho que ver con el clasismo que denuncia. Una de esas típicas paradojas de la vida social.

Así, las prédicas de Berríos encuentran especial afinidad con las élites de izquierda y progresistas a las que adula, que se ven confirmados en sus prejuicios y, especialmente, en su pretensión infinita de superioridad moral. Eso causa tanta alegría en ellos como la venida del Viejo Pascuero a un niño de 5 años. A los sectores de derecha de la élite, en los que Berríos concentra sus maldiciones, les provoca una excitación propia de su pesimismo: activa esa especie de pulsión de muerte que termina por generar en este grupo o bien una tendencia autodestructiva o bien una afirmación radical de la caricatura negativa de ellos mismos. De esta forma, Berríos, hablando supuestamente en nombre de los pobres, engendra placeres perversos tanto en Tunquén como en Zapallar.

Pero la guinda de la torta en todo esto es la extensión del desprecio a su grupo de origen a la propia Iglesia Católica –o, más bien, a la “jerarquía”–, contra la que arremete una y otra vez en cada entrevista. Y es en este punto en que la imagen del El Gran Inquisidor de Dostoievsky destella al escucharlo: Berríos ha ido (por un tiempo) a experimentar la miseria. Berríos ha probado la caridad de la cruz, pero la ha encontrado débil y ha optado por utopías inmanentistas. Berríos se ha convertido, a sabiendas, en “el acusador de nuestros pecados”. Ha hecho votos por el escándalo y, por medio del escándalo, ha comenzado a predicar su propio evangelio. Berríos ha venido, finalmente, a corregir la obra de Jesús.

Contra esto se puede decir: él ha estado donde la miseria está. Ha estado entre los pobres. Y eso es cierto. Pero aquí hay un problema: ya Platón advertía que hacer el mal corrompía, pero que sufrirlo también tenía ese efecto. Quien se expone a la miseria sin humildad y sin apoyarse en todo momento en la fe, bien puede perderla. Como Camus siempre destacó, la desesperación frente a la miseria puede muchas veces terminar por disfrazar el nihilismo con los más humanitarios ropajes. Y lo cierto es que, escuchando a Berríos hablar pestes de la Iglesia y de quienes piensan distinto a él, uno se pregunta si lo que lleva en la solapa es una cruz, o, en realidad, una espada.