Columna publicada en El Mostrador, 16.06.2014

photo 2La publicación en Chile del libro La Gran Sociedad, del parlamentario inglés Jesse Norman, invita a una discusión que, si la tomamos en serio, podría tener grandes consecuencias en la reconfiguración del mapa intelectual de la política en Chile.

Ciertamente lo anterior no es algo sencillo, porque la relación entre ideas y política en nuestro país tiende a ser calamitosa: hoy priman la especulación electorera y el efectismo en ambos lados del espectro político. Incluso las tradiciones ideológicamente más fuertes, como la UDI, la DC o el PC, se encuentran hundidas en la modorra: repiten una que otra frase, revuelven uno que otro eslogan, pero hace años que nadie ha hecho un aporte serio desde sus perspectivas. En los hechos, todo es poco más que maniobra.

Una excepción importante a esta situación ha sido el trabajo del profesor Fernando Atria en el Partido Socialista. En efecto, desde una construcción intelectual radicalmente crítica del libre mercado, que identifica –a veces explícitamente– Estado y sociedad, e instala a la igualdad como criterio último de justicia, Atria ha logrado darles a los otrora llamados “autoflagelantes” un instrumento teórico de combate que hasta ahora han usado con buenos réditos.

Uno puede no compartir sus ideas, y también es cierto que hay mucho de táctica en la elaboración de algunos argumentos de sus best sellers, pero Atria ha logrado, nos guste o no, algo notable: poner la discusión en un nivel muy alto, al menos para lo que estamos acostumbrados. Tan alto que intelectuales de segunda línea, como Mario Waissbluth o Alberto Mayol, han terminado repitiendo las consignas fijadas por su trabajo. Ello se ve potenciado porque hasta ahora no ha habido una respuesta desde el resto de los partidos políticos. El único esbozo de ello fue una larga columna de Ignacio Walker criticando el espíritu de “planificación global” de “El otro modelo”.

En cualquier caso, este espacio vacío es el que La Gran Sociedadpodría llenar. En el libro, Norman las emprende contra la izquierda estatista y contra la derecha economicista. Les enrostra el hecho de cultivar ambas una antropología humana negativa y decadente: ver a los seres humanos como animales movidos por bajos instintos, egoísmo y flojera. En otras palabras, como entes pasivos que requieren ser conducidos por el interés económico o el mandato estatal para convertir sus vicios privados en bienes públicos. Frente a esta idea, Norman reivindica una visión antropológica que llama “activa”, y que entiende al ser humano no angelical, pero sí como movido por intereses autónomos, capaz de generosidad con sus cercanos y deseoso de desarrollar sus capacidades.

A partir de ahí, el autor critica el reduccionismo del binomio Estado-mercado, levantando la bandera de la sociedad civil como una fuerza autónoma e importante, que debe ser puesta a la par de las otras dos y que se puede también apoyar en ellas para perseguir objetivos que sólo desde la misma sociedad pueden lograrse de modo adecuado.

Todo esto puede sonar algo abstracto, pero lo cierto es que, si ponemos atención, las organizaciones civiles libres están por todas partes alrededor nuestro. Si hay un incendio llamamos a los bomberos; si uno de nuestros hijos se quema acudimos a Coaniquem; el mejor lugar para atender una discapacidad física en Chile es la Teletón; si requerimos de sangre apelamos a la donación voluntaria; y, en fin, la base misma de la sociedad, la familia, no es otra cosa que una organización civil libre y sin fines de lucro. Estos son sólo algunos ejemplos: al sacarnos los anteojos del binomio Estado-mercado nos damos cuenta de la verdadera fuerza e importancia de la Sociedad Civil. La pregunta de Norman, entonces, es la siguiente: ¿por qué si es la sociedad tan importante no le damos la importancia que merece? Y es aquí donde el libro nos hace evidente la trampa ideológica en la que estamos metidos.

¿Puede cambiar algo este enfoque? ¿Hace alguna diferencia? Pensemos un segundo en lo que habría sido Freirina si, en vez de sólo atender a la ley, los inversionistas hubieran atendido al tejido social con el cual estarían conviviendo por muchos años más. Esa fue una relación mercado-Estado, sin escalas. Pensemos en las reconstrucciones fallidas del pasado, en las cuales la Concertación (con aquiescencia de la derecha) montó poblaciones enteras en cualquier parte, sin trabajar con las comunidades afectadas con vistas a rescatar no sólo las casas, sino un habitar en conjunto que tenía su propia lógica. Pensemos en la reubicación brutal de campamentos llevada adelante por la dictadura en los 80 con el mismo tino que las reconstrucciones de la Concertación, y que terminaron por hacer Santiago lo que es hoy: un caos vial y de segregación habitacional. Pensemos en Bachelet llamando, desde Santiago, a los vecinos de Chaitén a abandonar el lugar donde habían hecho toda una vida. Pensemos en el Transantiago. Pensemos en la centralización del país. Puedo seguir por horas con ejemplos privados o estatales. En rigor, basta mirar la nueva reforma educacional con su espíritu de planificación global, que avanza como aplanadora sobre comunidades educacionales ya consolidadas y desperdicia toda la experiencia ahí reunida en pos de la ideología de moda.

Sin duda, la Sociedad Civil tiene un potencial político enorme. Es la respuesta a los abusos del Estado y a los abusos del mercado. A las fallas de mercado y a las del Estado. La pregunta es a quién le queda este poncho en nuestro espectro político. La respuesta, en todo caso, es tan desconcertante como alentadora.

En efecto, La Gran Sociedad es un libro con el cual ningún conservador debería tener problemas: plantea un rescate de la tradición y de la sabiduría de las generaciones, y pone a la familia en el centro de la sociedad. Los liberales encontrarán en el trabajo de Norman un gran espacio para la autodeterminación, y una defensa inteligente de los equilibrios de poder como defensa de las libertades individuales. Los socialistas de la tradición mutualista y los anarquistas descubrirán palabras que a estas alturas podrían haber creído muertas y enterradas: autogestión, apoyo mutuo, cooperación y acción directa, lo que da pie a una renovación de la tradición de la izquierda no estatista. Si transformamos esto en partidos, vemos que RN, la UDI, Evópoli, Amplitud y Fuerza Pública tienen buenas razones para, al menos, echarle una hojeada. También, por cierto, los Autónomos, los anarquistas y libertarios que pululan por ahí.

¿Y los socialcristianos? ¿Puede, en particular, aportar este libro en algo a la alicaída DC? ¿Tiene algo que ver con ella? Cualquiera que sepa algo de su historia puede responder con tranquilidad que sí. Cualquiera que leyera un par de minutos a Eduardo Frei M., Mario Zañartu, Patricio Aylwin, Jaime Castillo, Claudio Orrego V., Máximo Pacheco G. o Gabriel Valdés S. notaría que se está hablando el mismo idioma que el ideal cooperativista que la DC por muchos años atesoró, si bien nunca logró concretar, ni siquiera en el gobierno de Frei Montalva. Cualquiera que repase el pensamiento de Radomiro Tomic y note su fijación con la Yugoslavia que pretendía construir el socialismo “desde la base y no desde arriba”, utilizando la autogestión como método, verá en La Gran Sociedad ecos de esa idea. Cualquiera que revise los matices que el famoso “socialismo comunitario” hacía respecto al marxismo notará que están en la línea de las críticas que Norman hace al estatismo. Cualquiera, en fin, que revise los libritos de la Editorial Aconcagua de los años 70, donde todavía se hablaba de la participación del trabajador en las utilidades de la empresa o del costo social del liberalismo, notará que aquí renace un debate que quedó en el camino. Ni hablar de quienes siguieron con atención la obra de Luis Razeto y la Economía de la Solidaridad o el Mercado Democrático: el lenguaje del parlamentario inglés es casi el mismo.

La Gran Sociedad, en consecuencia, entrega el lenguaje y el espacio intelectual necesarios para reabrir un diálogo que la Guerra Fría clausuró: el diálogo sobre la libertad humana, el verdadero Estado subsidiario y el rol de la Sociedad Civil. Un diálogo imposible en los años 80 entre Jaime Guzmán y Claudio Orrego Vicuña, pero absolutamente posible entre quienes estén dispuestos a tomar en el presente de sus tradiciones políticas sólo lo bueno y duradero, y abandonar lo coyuntural. Un diálogo que hoy, cuando la ideología estatista pareciera levantarse como única alternativa al economicismo, podría ser un tremendo aporte para sacar a Chile del atolladero y avanzar, no hacia un Estado o un mercado más grandes, sino hacia una sociedad más grande y más próspera.