Columna publicada en La Tercera, 13.05.2014

identidadegenero1TODO INDICA que el gobierno de Michelle Bachelet modificará la postura que el Estado de Chile asumió inicialmente ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, frente a la denuncia interpuesta por dos casos en que, cumpliendo la legislación vigente, se impidió contraer matrimonio legal a dos parejas del mismo sexo.

Esta denuncia no es fortuita: uno de los argumentos de quienes buscan modificar el concepto vigente de matrimonio es que éste sería discriminatorio y, por tanto, contrario a los derechos humanos. El argumento, no obstante, no encuentra sustento ni en la Declaración Universal de Derechos Humanos ni en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ni en el Pacto de San José de Costa Rica. Estos conciben al matrimonio como la unión de un hombre y una mujer.

En rigor, no se conocen instrumentos internacionales vinculantes que obliguen a un Estado a modificar su concepto de matrimonio, ni tampoco tribunales internacionales que hayan acogido esa pretensión.

Nada de lo anterior niega la existencia de una discusión sobre el matrimonio. De hecho, enfrentamos un debate político y moral en el que disputan distintas maneras de comprender el sentido y finalidad de esta institución y, por ello, no basta la mera invocación de derechos sin justificación previa. El punto es que ese debate político por sí solo no invalida la legislación vigente: afirmar lo contrario implicaría pretender zanjar ex ante la discusión.

Aquí, en consecuencia, el gobierno enfrenta un claro conflicto de interés: su programa promete avanzar “en materia de matrimonio igualitario”, pero al mismo tiempo Bachelet y su equipo están llamados a defender al Estado de Chile y su legislación en sede internacional. Y esta legislación incluye, obviamente, a la ley de matrimonio civil de 2004, entre otras, que define al matrimonio como la unión de un hombre y una mujer.

Esto nos muestra uno de los nudos gordianos de la jurisdicción internacional de DD.HH.: muchas veces ella se ve envuelta en debates políticos de este tipo, lo que puede llevar a un gobierno a no defender adecuadamente al Estado que representa con tal de hacer primar su agenda programática. ¿No es acaso lo que sucede en esta situación? El asunto no es trivial, porque si la defensa es sólo nominal, no es exagerado sostener que el proceso adquiere tintes fraudulentos. Un auténtico derecho a la defensa es fundamental para la legitimidad de un proceso jurisdiccional, cualquiera sea.

Por lo mismo, es imprescindible repensar el modo de llevar adelante la defensa de Chile ante tribunales de DD.HH. En especial, considerando que en nuestro medio hay un amplio acuerdo en torno a que las relaciones internacionales y los conflictos externos deben ser conducidos con una visión de Estado y no de política-partidista.

Una posible alternativa es avanzar hacia una defensa unificada ante tribunales internacionales. Por ejemplo, una única oficina de litigación internacional, encargada de defender al Estado cada vez que se requiera. Si tenemos un Consejo de Defensa del Estado para asuntos internos, ¿cómo no pensar en algo semejante cuando lo que está en entredicho es la posición del país en el ámbito exterior?