Columna publicada en diario La Tercera, 29.12.13

abstencion3La abstención en la segunda vuelta presidencial llegó al 58% de los potenciales votantes (13.573.088) del país. De los 5.695.764 votos emitidos, que representan entonces el 42% del potencial total, la mayor parte se manifestó a favor de Michelle Bachelet, quien obtuvo 3.468.389 (62,16%) de ellos, superando con holgura los 2.111.306 (37,83%) obtenidos por Evelyn Matthei. El resultado de la Nueva Mayoría es levemente inferior a los resultados históricos de la Concertación y el de la Alianza notablemente inferior, acercándose a lo ocurrido en 1993. Ese fue, a grandes rasgos, el resultado final de estas elecciones. En el Congreso ocurrió algo parecido.

La explicación de estos fenómenos será por semanas el cotilleo de los analistas electorales. Sin embargo, si uno analiza a los analistas, el primer foco de tensión se registra respecto de la abstención electoral y su relación con el voto voluntario: los analistas más militantes de la Concertación despliegan una táctica comunicacional de tono paranoico respecto de la “absoluta legitimidad” de las elecciones (la cual nadie ha cuestionado públicamente). La razón: si bien nadie cuestiona la legitimidad de las elecciones, resulta raro que a una votación que supuestamente decidía el “modelo” de sociedad concite el interés de menos de la mitad de los electores, lo cual ha sido explotado comunicacionalmente por la derecha para afirmar que, en realidad, las personas no esperan cambios.

Un segundo foco de tensión, derivado del primero, es el del sistema de voto voluntario. El argumento original para promoverlo  fue que los partidos tendrían que esforzarse más por atraer a los electores a las urnas, disputándose el centro político con propuestas moderadas que gozarían de apoyos mayoritarios. El efecto, hasta ahora, es el contrario: retóricas polarizantes persiguiendo el voto duro y ofertones populistas para disputarse el resto. Y, para peor, una participación electoral que deja sin agua en la piscina a cualquiera de los proyectos grandilocuentes en disputa, lo que mina, a su vez, la confianza de los partidarios activos, cuyas expectativas terminan por las nubes. Frente a esto, muchos han decidido discutir si seguir o no con el actual sistema o reformarlo.

La discusión concentrada en estos dos puntos de tensión elude la búsqueda de un marco más general de análisis que trate de dar cuenta de la dinámica social.

La modernización chilena gatillada desde la diferenciación funcional del sistema económico en los años 80, tal como aclaran Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela en el libro Politización y monetarización, produjo también una progresiva diferenciación de otros sistemas funcionales, como el político y el religioso. Esto hace que la pretensión de diseño de la sociedad desde el sistema político tienda a desaparecer y que la actividad política se oriente directamente a la búsqueda de votos sondeando la opinión pública y usando estrategias de marketing.

La búsqueda de mayores seguridades en medio de un mundo donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”, tal como describe Marshall Berman en el libro homónimo, va a seguir aumentando junto a la diferenciación funcional. El retorno de discursos comunitarios y de integración de la diferencia a la política es un buen indicador de ello. Los discursos sobre la familia, el barrio, los amigos, el respeto a la alteridad, la reivindicación de lo pequeño y la búsqueda de la autenticidad llegaron para quedarse y para hibridarse, a su vez, con las semánticas de la sociedad del espectáculo, el exitismo, el mérito y el exhibicionismo. El éxito del minimalismo del Presidente uruguayo José Mujica y el Papa Francisco -viralizado hasta el cansancio en las redes-, de los comerciales de Coca-Cola que rescatan “la bondad cotidiana” y de los programas televisivos centrados en “personas comunes, de carne y hueso” es sólo la punta del iceberg.

El sistema político chileno, en tanto, parece perdido en cuanto a cómo procesar estos discursos y llevarlos a buen puerto. Parte de la izquierda trata de convencernos de que esta demanda por “comunidad” debería traducirse en “más Estado”, ya que este sería la expresión de la comunidad. Así, nos proponen “otro modelo”: el Estado de bienestar. Parte de la derecha, mientras tanto, cree que este festejo de la cotidianidad es simplemente una demanda por más libertades individuales: que cada uno viva como quiera. Es decir, una fiesta de los individuos contra el Estado homogeneizador. El choque rutinario y a la vez exagerado de estas retóricas fue, en parte, el culpable de los bostezos en estas últimas elecciones. El verdadero duopolio no es de la Concertación y la Alianza, sino el de los discursillos que confunden sociedad con Estado o con mercado.

Lo que ambas perspectivas no captan es que ni el Estado ni el mercado, por sí solos, son capaces de generar sentido en las prácticas sociales. Ambos son mecanismos de coordinación al servicio de los seres humanos, que son la única fuente de sentido. Luego, lo que tanto mercantilistas como estatistas pierden de vista, tal como nos explica Jesse Norman en Big Society, es a la sociedad civil como un actor relevante para enfrentar los desafíos de la modernidad.

Y es que las exigencias de pensar la adaptación institucional al cambio desde la sociedad civil no es menor: los estatistas deben renunciar a su pretensión de controlar y diseñar todo desde la administración pública -y a la ilusión absurda de la “voluntad general” supuestamente encarnada en el aparato burocrático-represivo- y los mercantilistas a pensar que el mercado siempre es la solución perfecta a cualquier problema. Es momento de aceptar que hay muchas cosas respecto a las cuales no existe un “otro” privado o estatal que se haga cargo. Que hay bienes que sólo emergen de la colaboración libre apoyada institucionalmente. La Teletón, Desafío Levantemos Chile, el Hogar de Cristo, Bomberos de Chile, las universidades privadas que no lucran, la Fundación Mi Parque, la Sociedad de Instrucción Primaria y muchas otras experiencias exitosas de sociedad civil organizada -apoyada tanto en el mercado como en el Estado- nos dan cuenta de ello.

No tomarse el desafío de la sociedad civil en serio puede llevarnos a lo que Colin Crouch llamó “posdemocracia”: una situación en la que están todas las instituciones democráticas, pero operan en el vacío del hastío, el egoísmo y el desinterés general.

Hoy debemos pensar fuera de los moldes del siglo XX respecto de cómo hacernos responsables de satisfacer nuestras necesidades incorporando a la sociedad civil. Que seamos capaces de ello dependerá de grandes espíritus que, desde distintas posiciones, logren persistir en invitarnos a las dos actividades que más aborrecemos los seres humanos: pensar por nosotros mismos y ser responsables. Nuestra política, como evidenciaron estas elecciones, lo espera con ardiente paciencia.