Columna publicada en Chile B, 30.12.13

bachelett221Hace exactamente ocho años, Michelle Bachelet anunciaba el inicio de un gobierno participativo y ciudadano, que permitiría superar las formas tradicionales y oligárquicas de la democracia representativa. Así, al iniciar su mandato, nombró comisiones por doquier antes de tomar cualquier decisión. Con todo, ya sabemos el fin de la historia: Bachelet terminó gobernando bajo la atenta mirada de Andrés Velasco, y con los viejos políticos instalados en Palacio.

Ahora, nos dicen, las cosas han cambiado. La Concertación ya no es la misma, las movilizaciones sociales remecieron al país y proveyeron un discurso a una izquierda desorientada. Además, el gobierno de Sebastián Piñera mostró todas las deficiencias de la derecha. Todo esto suena bien, y es en algún sentido más que convincente: es difícil negar que Chile empieza un nuevo ciclo político, y  los traumas de ayer no tienen por qué seguir determinando nuestro futuro. Sin embargo, hay algo que no calza del todo y que no termina de cuajar. Digamos que asumir de modo acrítico las propuestas de ciertos grupos movilizados implica renunciar a la propia identidad, y esto en varios sentidos.

Por un lado, la izquierda niega su propia identidad, porque renuncia a la política, que es precisamente el espacio donde las exigencias sectoriales deben ser mediadas. La política tiene la ingrata tarea de poner una distancia entre nuestros deseos y la realidad, porque debe procesar las innumerables demandas, e intentar hacer emerger algo así como el interés común. La Nueva Mayoría parece haber aceptado, al menos en el discurso, una suerte de chantaje, según el cual no serían más que los mandatarios de determinados grupos de presión —el telón de fondo es siempre la amenaza de “traición”. Los dirigentes de la coalición nunca han sido explícitos en asumir esa distancia y la inevitable tensión que produce. No existe algo así como un gobierno ciudadano, si entendemos por esto la ausencia de elites gobernantes: los que gobiernan son siempre unos pocos, y el resto suele ser poesía.

Pero hay una complicación adicional: esta coalición es la misma que administró el país durante dos décadas haciendo exactamente lo contrario de lo que hoy predica. Esto es políticamente delicado, porque pone a la izquierda en una situación de inconsistencia muy evidente. Los veinte años de Concertación estuvieron siempre orientados por un principio de realidad. Es innegable que el principio da para mucho, y que muchas en ocasiones fue simple excusa de cinismo y de contubernios discutibles. Con todo, el éxito de esos veinte años se explica por allí, por la idea de que más vale tratar de mejorar la realidad que refundarla. El camino es menos glamoroso que la utopía, pero tiene la ventaja de ser posible.

Aquí reside precisamente el secreto del éxito de la Concertación, cuyo eje fue la alianza histórica entre la izquierda y el centro. Ese acuerdo no fue fruto de la casualidad, sino de un largo proceso de mutuo aprendizaje: la DC entendió que no podía actuar sola si quería tener viabilidad; la izquierda comprendió, a partir de la experiencia de la Unidad Popular, que las transformaciones debían realizarse en alianza con el centro. Cuando Carolina Tohá dice que la alianza DC-PS fue “tóxica” está atacando exactamente este punto neurálgico: para ella, la alianza con el centro debe ser puramente instrumental (ignoro si acaso es consciente de las consecuencias que tiene una afirmación de ese tipo). En cualquier caso, lo curioso es que esta ruptura cuenta con la complicidad de una buena parte de la DC: al renunciar a ejercer su rol de contrapeso a la izquierda, la Falange se resigna al papel de comparsa, y la izquierda pierde un punto de equilibrio fundamental. Esa es, me parece, la modificación mayor que estamos observando.

Michelle Bachelet, en suma, sólo puede fracasar o decepcionar. Fracasar en el romántico intento de refundar Chile en cuatro años; o decepcionar, asumiendo que la labor de la política también tiene mucho de contener y de mediar. Lo primero implica olvidar los límites de la acción política, algo que la izquierda parecía haber aprendido en las últimas décadas. Lo segundo, en todo caso, también tiene consecuencias, porque agravará inevitablemente la crisis de nuestra representación. Ninguna de las alternativas es demasiado auspiciosa.