Columna publicada en diario El Mostrador, 27.11.13

El voto voluntario está en entredicho, y no podría ser de otra forma: el domingo 17 de noviembre se registró la menor participación electoral desde 1990 a la fecha. Pero el problema no es sólo que votó menos gente, sino quiénes dejaron de votar: un análisis efectuado por Mauricio Morales, a partir de cifras del SERVEL, muestra que las comunas más pudientes de la Región Metropolitana votaron en rangos iguales o superiores al 60%, mientras que en las comunas más populares sucedió exactamente lo contrario. Cuando se discutió la reforma sobre la voluntariedad del voto, la evidencia disponible hacía previsible este escenario, en particular por las estadísticas sobre participación electoral que Chile exhibía hasta ese entonces.

Este panorama resulta preocupante, sobre todo si consideramos los ejes que dominan nuestro debate: la marginalidad de la extrema pobreza y sus dramáticas consecuencias sencillamente no están en la agenda pública, pese a que en justicia debieran ser la primera prioridad. Más allá de las evidentes falencias de su propuesta, la aparición de Roxana Miranda nos recordó que hay un Chile que no queremos ver. Este sesgo difícilmente cambiará si quienes compiten por cargos de representación política piensan que sus electores están compuestos principalmente por grupos medios y altos, que no son aquellos que más necesitan los bienes públicos que el Estado puede proveer.

En todo caso, los índices de participación podrían variar, y además los datos nunca serán concluyentes por sí solos. Lo relevante, entonces, es preguntarnos por los aspectos éticos y políticos en disputa, porque en temas como estos nos jugamos nuestra manera de comprender la república. En rigor, aquí radica el mayor problema del voto voluntario. Es importante advertir la contradicción que existe entre esta reforma y el discurso público –más o menos acertado, según el caso– que progresivamente critica la mercantilización de nuestras relaciones sociales. Como bien previniera Daniel Mansuy, la combinación de inscripción automática y voto voluntario consagra legalmente la figura del ciudadano-consumidor, que va a votar cuando y como quiere, y que no ve una mayor diferencia entre ir de compras y emitir el sufragio.

En este sentido, los símbolos y la dimensión imaginaria de la sociedad desempeñan un rol relevante: si nos importan las cosas comunes, no pueden sernos indiferentes nuestros deberes cívicos. Tanto ellos como su ausencia van configurando el espacio público, sobre todo si estamos hablando de un piso mínimo de participación, y no de un ideal maximalista.

Por eso eran esperables las críticas contra el voto voluntario, y tampoco sorprende que hayan sido lideradas por la DC. La tradición política socialcristiana siempre ha entendido que como comunidad tenemos que compartir los deberes que sustentan nuestra vida colectiva, y que la libertad política es fundamentalmente fruto de la responsabilidad. Lo que está en juego es el tipo de compromiso ciudadano que estamos dispuestos a exigirnos, y por ello es una buena noticia que se vuelva a discutir la conveniencia de esta reforma.

Si estamos de acuerdo, además, en que la persona es primeramente un sujeto moral y político, y sólo secundariamente un agente económico, esta inquietud puede encontrar eco en distintos sectores. Como recordaba hace algún tiempo Eduardo Galaz, la democracia es probablemente el más exigente de los regímenes políticos: en ella todos los miembros de la sociedad están llamados a convertirse en ciudadanos capaces de ejercer el autogobierno, con todo lo que esto implica.

Por lo mismo, un sistema de inscripción automática, voto obligatorio y desafiliación voluntaria, en el que la regla general es ejercer los deberes cívicos y sólo la excepción no hacerlo, pareciera acercarse más al auténtico espíritu republicano.