Columna publicada en Chile B, 21.11.13

 

Entre las múltiples reflexiones que se pueden hacer sobre las elecciones, hay dos aspectos que me parece importantes resaltar para comprender nuestra actual situación política. El primero, la alta abstención de votantes: superó el 51% en lo que resultó ser la votación más baja de los últimos 20 años. Segundo, un factor común de credibilidad masiva que puede encontrarse en algunos triunfos destacados, más allá de sus diferencias ideológicas. Pienso no sólo el de Michelle Bachelet, sino que también en los ex líderes estudiantiles, en Iván Fuentes y en Manuel José Ossandón, quienes sin duda consiguieron un amplio apoyo en sus respectivas zonas de votación.

En relación con lo primero, muchos de quienes no concurren a las urnas lo justifican en su “libertad individual” que, por lo demás, sería la razón del voto voluntario. Aristóteles decía que la participación política es justamente la de los hombres libres:la libertad supone la vinculación con la comunidad política. De lo contrario, el poder pasa a ser una forma de dominación y no un ejercicio en beneficio del bien de todos y de cada uno. En este sentido, recluirse en lo privado y aislarse de cuanto sucede en el espacio público, implica en algún sentido la degradación del hombre como persona.

Esta dimensión relativa a las cosas comunes es necesaria para llevar una vida buena y feliz. La abstención electoral, entonces, es una prueba más de que el ‘renacimiento’ de la ciudadanía, tan en boga hoy en día, resulta al menos discutible. En el ejercicio ciudadano el voto es un piso, y no un techo, de participación política. La concepción política clásica busca precisamente evitar una actitud individualista, y orientar los esfuerzos humanos hacia el bien de todos, disposición necesaria para avanzar en un orden social más justo. Cuando nos encerrarnos en nosotros mismos y perdemos el sentido de alteridad –que para Tocqueville era el gran peligro de la democracia– claramente nos alejamos de este ideal.

Una de las razones que pareciera explicar esta apatía política es el descrédito que ésta ha sufrido durante los últimos años. Las reiteradas y cada vez más bajas cifras de credibilidad de políticos, partidos e instituciones como el Congreso -menor al 20% según las encuestas-, dan cuenta de que para muchos la política es una mera lucha por el poder para conseguir intereses individuales. Este es el peor escenario posible para la política: da la impresión de estar corrupta y llena de personas que buscan su propio interés, en vez de  estar al servicio de la justicia –que, según Aristóteles, es requisito de un gobierno legítimo–.

Aquí aparece el segundo de los puntos destacados al comienzo. Hay ciertos candidatos a quienes, con mayor o menor razón, los votantes les creen que pelean por causas justas. Sus trayectorias y propuestas pueden ser objeto de más o menos críticas, pero, por distintas razones, la población pareciera ver en personajes tan disímiles como la ex presidenta Bachelet, Boric –que rompió el binominal en Punta Arenas–, Fuentes –único dirigente de origen popular electo– u Ossandón –que, diciendo que es de derecha y conservador, obtuvo más del 50% de los votos en Puente Alto– una auténtica preocupación por el bien social. Esto significa un enorme desafío para los adversarios políticos de cada uno de ellos.  Más allá de que uno esté de acuerdo o no con sus posturas, en su discurso se percibe un ideal de justicia y un interés real por las necesidades de la gente, que despierta credibilidad entre los ciudadanos. Y eso, precisamente, le falta a la política hoy en día.