Columna publicada en Chile B, 6.11.13

 

La eventual propuesta constitucional que promete el programa de Michelle Bachellet incluye un nuevo sistema político, donde se establezca un Estado Laico en Chile. Esto implica “reafirmar la separación entre el Estado y las Iglesias, y la neutralidad del Estado frente a la religión, con el pleno respeto por las creencias religiosas y éticas de las personas, y la práctica del culto; garantizar la igualdad entre las distintas confesiones religiosas. Asimismo, deberán suprimirse de la ley y de las reglamentaciones relativas a poderes del Estado toda referencia a juramentos, libros o símbolos de índole religiosa”.

A primera vista, el planteamiento parece tener cierta lógica. Las convicciones religiosas se proponen al libre asentimiento de los ciudadanos y, por lo mismo, no parece razonable que el Estado adopte una religión oficial. Con todo, el proyecto constitucional sugiere, sin jugársela por ningún modelo en particular, que la sociedad chilena debería moverse hacia más laicidad. En este sentido, cabe al menos formular las preguntas siguientes: ¿El Estado chileno no sería laico actualmente? ¿La referencia al juramento es necesariamente una violación de dicha laicidad? ¿No podría pensarse que es, más bien, una muestra de respeto de las distintas creencias coherente con el Estado laico? Por otro lado, ¿cuántas menciones religiosas hay en la ley? ¿Por qué Michelle Bachelet cree necesario introducir modificaciones en una cuestión tan sensible? Pareciera que la idea matriz del proyecto es que la religión debe ser un asunto reservado al ámbito privado, excluyendo cualquier repercusión en la esfera pública.

En este contexto, es necesario tener presente que la relación entre Estado y religión ha sido objeto de importantes discusiones en los últimos años. Entre quienes se han dedicado a este tema, destaca Jürgen Habermas (1929- ), filósofo y sociólogo alemán considerado uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo. Habermas es agnóstico, partidario de un Estado liberal y secular. Sin embargo, ello no le ha impedido defender en sus últimos trabajos la importancia de las tradiciones religiosas en la esfera pública, como soporte de la configuración de toda sociedad, y en ausencia de las cuales muchas manifestaciones del pensamiento moderno resultan incomprensibles. Según él, las ideas religiosas pertenecen a la historia de la razón misma y no pueden ser descartadas a priori como arcaicas e irracionales.

De este modo, al mismo tiempo que afirma los fundamentos seculares de los Estados liberales, el filósofo alemán señala que es posible encontrar en los distintos credos contenidos cognitivos valiosos para la sociedad contemporánea. El desafío está, por parte de los creyentes, en hacer accesibles por la razón los fundamentos de su fe; y por parte de aquellos que no lo son, en estar dispuestos a aceptar la potencial verdad de estas contribuciones. Es decir, abrirse al diálogo, que es lo propio de la participación ciudadana en un Estado democrático.

Las creencias religiosas, como afirma Habermas, tienen además la capacidad de crear horizontes de sentido y de articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana, que hoy sufren los efectos de lo que él mismo llama una “modernidad descarrilada”. El cientificismo y el auge de la racionalidad económica parecen hacer peligrar las bases normativas de nuestra sociedad, que es preciso regenerar. Quizás un buen inicio sea reconocer los orígenes de los principios éticos occidentales y de su  cultura política, que todavía perviven y que encuentras muchos de sus fundamentos en la tradición judeo-cristiana. Esto se confirma por ciertos ejemplos contemporáneos, como la lucha por los derechos civiles en EE.UU, en que los reclamos de no discriminación racial eran planteados en general desde un lenguaje que asumía principios religiosos. De hecho, los grandes líderes del proceso, partiendo por Martin Luther King, eran pastores de diversos credos. En efecto,  el modelo norteamericano refleja bien las intuiciones del intelectual alemán, que siendo un Estado  laico, incorpora la dimensión de la fe en casi todas sus actividades públicas, desde los inicios de su historia.

Como explica Habermas, “si los ciudadanos seculares están convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de sociedades premodernas, sólo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en extinción. Y el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado ya sólo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente”.

Como puede verse, las propuestas programáticas de Michelle Bachellet resultan complicadas a la luz de las reflexiones habermasianas. La idea de extirpar toda referencia religiosa de nuestras leyes habla de una comprensión estrecha del laicismo, que lleva a expulsar del ámbito público la fe. En ese sentido, hay que tener cuidado con el tipo de Estado laico que tenemos, porque un modelo más restrictivo, sin duda, empobrece el debate público.