Columna publicada en diario El Mercurio, 1.11.13

 

En Chile, rara vez se habla sobre el estado de nuestra cultura. Pero si se me pregunta desde dónde pensar nuestros problemas actuales, yo no dudaría un segundo en responder que desde ella.

Cultura es cualquier vínculo ideal o material que el ser humano establece con el mundo que lo rodea, incluyendo a otros. Una cultura, en tanto, es la sedimentación de determinadas formas de estos vínculos, ocurridas en el seno de algún grupo humano. La cultura, finalmente, es el modo en que se designan diferentes formas de relación más sublimes y complejas.

Es un hecho indesmentible que Chile ha logrado un enorme desarrollo económico durante los últimos 30 años. Ello ha permitido que el nivel de vida, en general, aumente considerablemente, dejando atrás las cifras de pobreza extrema, desnutrición y analfabetismo de un pasado no tan lejano, facilitando a todos un mayor acceso a bienes. También es cierto que el marco institucional que permitió este progreso supone la autonomía del sistema económico, y una presión constante a los agentes políticos para que alcancen acuerdos, evitando así la polarización y el eterno y destructivo ensayo de “nuevos modelos” de antaño.

Finalmente, es verdad que la focalización del gasto social tuvo un gran éxito en derrotar, en poco tiempo, la extrema pobreza del país, evitando que los recursos se los llevaran, en nombre de la “solidaridad”, los grupos de presión más poderosos (como ocurría, por ejemplo, con las pensiones).

Todo eso es cierto. Pero hay un “patio trasero” de esa verdad: tal como explican Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela en “Politización y Monetarización en América Latina”, Chile vivió una modernización por vía de la diferenciación funcional, que no tuvo un correlato cultural. Así, vivimos en instituciones modernas, pero sin formas culturales modernas, para bien y para mal. Y esto, lamentablemente, ha sido más para mal que para bien, lo que se refleja en la pobre calidad de nuestros vínculos: el chileno promedio casi no tiene amigos, desconfía de todos menos de su núcleo familiar (que está cada vez más deteriorado), tiene un grado importante de déficit lector y de manejo de aritmética básica, carga con grandes deudas de consumo, prácticamente no lee, ve entre tres y cinco horas de telebasura diaria, trabaja largas jornadas produciendo muy poco, y dedica poca atención a sus hijos y padres.

Hemos construido, como decía el sociólogo Fernando Robles, un Chile del “arréglatelas como puedas” que, luego de muchos años de creciente frivolidad y cinismo hedonista, hoy nos explota en la cara. En suma, tenemos un gran déficit cultural. De ahí que, en medio de buenas cifras, el país experimente cierta crisis de sentido, que tiene su correlato en una política y una deliberación pública vacía y poco constructiva. Sumida en la banalidad general, la política también se vuelve farándula.

¿Qué hacer ante esto? Primero, es hora que la política comience a hablar de más cosas y lo haga más en serio: la situación de la familia, la justicia intergeneracional (fiscal, ecológica, patrimonial y previsional), el analfabetismo funcional, las capacidades cognitivas, la productividad, la confianza, la calidad de nuestra televisión, la crianza de los hijos, la calidad de nuestros barrios y la buena fe en los negocios.

Segundo, es necesario que reconozcamos de una vez que la sociedad civil no se reduce al estado ni al mercado, y que la mayoría de los problemas que enfrentamos no se resolverán con más de uno u otro, sino que necesariamente exigirán la colaboración concreta de estado, organizaciones privadas y ciudadanos, por lo que las plataformas participativas y el ejercicio horizontal del poder tendrán un nuevo y más amplio espacio.

En otras palabras, necesitamos pensar más como Bomberos, Fundación Mi Parque, Desafío Levantemos Chile o la Teletón y menos al estilo Transantiago, Maletín Literario o Casas Copeva. Esto implica pensar el estado no como encarnación de la sociedad, sino como mediador, como facilitador de lo social. Y pensar el mercado como espacio de coordinación creadora de valor social, además de económico.

En otras palabras, luego de muchos años atrapados entre las consignas del interés propio y el interés general, quizás haya llegado el momento de recuperar el lenguaje digno y humano del apoyo mutuo.