Columna publicada en diario La Tercera, 13.11.13

 

Los partidarios de modificar nuestra Constitución mediante una asamblea constituyente han emprendido una mediática campaña: lograr que la mayor cantidad de chilenos marquen su voto con la sigla “AC”. La pregunta parece válida: ¿qué más democrático que una asamblea constituyente impulsada por la voluntad popular?

Con todo, la cuestión tiene más de una dificultad. Es cierto que la ley indica que los vocales deben dejar constancia de las marcas contenidas en los votos, pero dicha disposición sólo busca resolver votos objetados, esto es, cuya preferencia resulte dudosa. Tanto es así, que si el voto no indica preferencia, la mesa no debe considerar nada más: es  simplemente un voto blanco, en cuyo caso la marca es completamente indiferente (art. 71 de la ley de elecciones). En rigor, cualquier otra interpretación de la norma es mañosa, porque asume que allí donde hay un espacio, es legítimo elaborar el resquicio correspondiente. Además, se impulsa un precedente bastante difuso: ¿es legítimo instrumentalizar las elecciones para impulsar modificaciones de cualquier tipo? ¿Cuál será la credibilidad del escrutinio de marcas, considerando que quienes cuenten serán juez y parte? ¿No puede esto terminar contaminando todo el acto electoral? No es casualidad que las elecciones están llenas de reglas: de lo contrario, sus resultados no serían confiables.

En consecuencia, no podemos olvidar que los mecanismos están lejos de ser indiferentes, pues ellos terminarán informando lo que venga después. Dicho de otro modo, no es conveniente forzar las instituciones para modificarlas a nuestro gusto. Bien decía Aristóteles que las transgresiones a la ley se insinúan sin ser advertidas, pero implican un funesto desgaste del resorte legal. Por eso en democracia es tan importante respetar las reglas, aunque el camino sea largo: para los impacientes, hay otro tipo de regímenes. Abandonar el camino institucional -aunque sea de modo subrepticio y silencioso- sólo se justifica en casos de crisis aguda. Y por más que la mayoría de los candidatos quiera convencernos de que nuestro país es algo así como la encarnación del apocalipsis, hay buenas razones para pensar que dicho diagnóstico es un poco afiebrado.

Nada de esto obsta a considerar que nuestra Carta Fundamental tiene problemas, o al menos disposiciones que responden a otro contexto. Sin embargo, debemos ser cuidadosos al momento de elegir el lugar desde el cual juzgar. Es muy fácil condenar la Constitución desde el púlpito de la pureza, o desde un texto imaginario tan perfecto como inexistente. Más difícil es tomarse en serio la lección que con tanta insistencia enseñaba Aron: la realidad no será nunca un reflejo exacto de nuestras intenciones, por más puras que sean. De hecho, probablemente sean muy pocas las constituciones que pasen un test exigente de legitimidad de origen, y ninguna carece de mecanismos supramayoritarios: su finalidad es precisamente poner frenos a la discrecionalidad política. Eso no las convierte, ipso facto, en antidemocráticas, sino que debería más bien llamarnos a la modestia. Pero ya sabemos que los mesías suelen ignorar los límites de sus propias posibilidades. El problema es que ignoran también las consecuencias políticas de sus bellas construcciones.