Columna publicada en Chile B, 10.10.13

 

 

La nueva Ley de Donante Universal, promulgada el primero de este mes, ha suscitado una interesante polémica. Parecen enfrentarse dos bienes muy relevantes: por un lado, la libertad de las personas de decidir sobre la disposición de sus órganos y, por otro, el deber de solidaridad respecto de otras vidas. Es indudable que ambas posturas poseen cierta razonabilidad, lo que hace difícil zanjar la cuestión.

Para quienes se oponen a esta ley, el hecho de que toda persona mayor de 18 años sea considerada como donante, salvo expresa manifestación de lo contrario mediante una declaración firmada ante notario, atenta contra la voluntariedad de la donación: en el fondo, la ley presume que todos queremos ser donantes salvo que digamos lo contrario ante notario. Al mismo tiempo, dado que el cuerpo humano es un bien jurídico indisponible –es decir, no puede ser objeto de transacción–cabe la duda sobre el criterio de justicia utilizado por el Estado para atribuirse la propiedad de los cuerpos de los ciudadanos después de la muerte.

Sin embargo, aquellos que somos favorables a la nueva disposición legal, consideramos que se trata de una acción oportuna, de la cual depende la calidad de vida o la vida misma de otro ser humano. Además, no podemos olvidar que, en la mayor parte de los casos, la decisión de no ser donante es tomada sin la seriedad debida en una resolución de este tipo.En efecto, el hecho de que un porcentaje minoritario de personas se tomen la molestia de acudir a la notaría para manifestar su voluntad de no donar sus órganos, refleja, quizás, que la decisión no siempre es lo suficientemente profunda ni meditada. En ese sentido, la formalización de un trámite del que dependen asuntos vitales podría contribuir a una determinación más detenida, consciente e informada.

Esto no impide que efectivamente exista una falta de información respecto a los procedimientos implicados en la entrega de órganos, que es necesario subsanar. Lograr la confianza de la sociedad respecto a esta nueva normativa, exige además un esfuerzo por alcanzar un cambio cultural. En todo caso, tampoco podemos obviar que la ley tiene también esa función de motivar transformaciones sociales que pueden ser a largo plazo, pero que al mismo tiempo -por la gravedad materia que se trata- requieren de cierta urgencia.