Columna publicada en diario El Mostrador, 18.10.13

 

La discusión constitucional ha sido recurrente en este año electoral. Considerando el desprestigio de la dirigencia e instituciones políticas, la demanda por una nueva Constitución podría volverse masiva en el largo plazo. Pero en la actualidad no obedece a un clamor popular. El debate ha sido promovido por una élite de académicos liderados por Fernando Atria, cuyas ideas cambiaron el marco de la discusión. En general, la Concertación era consciente de la historia política que subyace a la evolución constitucional de las últimas décadas. Ello, a su vez, permite comprender la opinión realista que solían sostener muchos de sus juristas: los problemas de legitimidad de la Constitución (cuya entidad seguirá siendo materia de debate) habían sido superados, o bien con la díada reforma-plebiscito de 1989, o bien con la reforma constitucional de 2005.

Sin embargo, la singularidad de Atria es que no basa su argumentación en la falta de legitimidad de nuestra Constitución. No al menos en los términos en que habitualmente se entendía este problema. Su crítica consiste en que, mediante una serie de cerrojos o “trampas”, la Constitución de 1980 habría buscado neutralizar el rol político del pueblo. La consecuencia de esto serían reglas constitucionales abusivas, que permitirían a las minorías (la derecha) “ganar perdiendo”. El razonamiento de Atria admite variados matices y críticas, y su reciente libro La Constitución tramposa  ofrece un buen marco para llevar adelante esa discusión. Pero, indiscutiblemente, el partido ya se juega en otra cancha, más sofisticada. En términos sencillos, el problema principal no es el plebiscito de 1980, sino que el autogobierno de la ciudadanía.

La crítica de Fernando Atria, en consecuencia, recoge un principio con el que resulta difícil discrepar en abstracto. Pero la paradoja radica en que, hasta el momento, las propuestas de la Nueva Mayoría tienen poco que ver con el autogobierno, y eso no deja de llamar la atención. Si realmente nos interesa reivindicar el valor de la política, es imprescindible criticar el lenguaje indiferenciado de los derechos y la judicialización de los problemas sociales. Si toda aspiración individual o colectiva se cataloga irreflexivamente como un derecho o garantía constitucional, queda poco espacio para la política: el árbitro último de los derechos siempre será un tribunal. El propio Atria ha criticado agudamente la idea de “derechos sociales”. Jorge Correa Sútil, por su parte, ha señalado en más de una oportunidad que una Constitución Política debiera incluir pocos derechos fundamentales, y principalmente relativos a libertades. Lo contrario implica sustraer legítimas diferencias del debate político y, por ende, debilitar la deliberación pública.

Sin embargo, las noticias que hemos tenido del programa constitucional de la Nueva Mayoría van exactamente en sentido contrario. Se anuncian “derechos sociales” constitucionalmente garantizados en muchas materias. Estos derechos suelen contener aristas de diverso nivel e importancia, limitando la discusión política a materias como educación o salud, cuyas variables y concreciones van mucho más allá de determinadas exigencias básicas de justicia. Pero no sólo eso. Todo indica que incluso temas como el aborto buscarán constitucionalizarse bajo el ropaje de los derechos esenciales. La paradoja es clara: los mismos que critican la supuesta exclusión de ciertos debates del Congreso, ahora buscan quitar de su competencia asuntos aún más esenciales. ¿No produce esto el mismo vicio del que se acusa a la Constitución Política del 80?

Con todo, la falta de consistencia no se agota ahí. Hasta ahora, no conocemos ninguna crítica razonada, de parte de los asesores constitucionales de Michelle Bachelet, respecto del rol que desempeña hoy en día la jurisdicción internacional. Esta no está sometida al esquema de frenos y contrapesos que existe entre los distintos poderes de un Estado, y si algo podría ser puesto en tela de juicio desde la perspectiva de la falta de política, es precisamente la importancia creciente que esta jurisdicción ha adquirido en la resolución de ciertos asuntos. En especial dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Este, a diferencia del sistema europeo, no se caracteriza por exhibir razonamientos conformes al margen de apreciación o deferencia hacia las legislaciones locales. Fallos polémicos como “Atravia Murillo y otros vs. Costa Rica” debieran preocupar a quienes dicen aspirar a reivindicar el gobierno de las mayorías.

Las contradicciones y omisiones anteriores dejan más de una pregunta sin responder. Es de esperar que tengamos mayor claridad una vez conocido el programa completo de la oposición, porque el silencio de su candidata sólo agrava la falta de consistencia en estas materias. Como han denunciado varios analistas de distintas sensibilidades, su actitud silente tiene poco de política y mucho de espectáculo. Y esto, ciertamente, también debiera preocupar a los ideólogos que han impulsado el debate constitucional. ¿O acaso les resulta indiferente que el discurso sobre nuestra falta de autogobierno y de deliberación pública se convierta en una nueva trampa o cerrojo? ¿Se deberá ello a que en esta ocasión la llave pareciera ser propiedad de su sector?