Columna publicada en diario La Segunda, 19.10.13

 

Pocos recuerdan hoy la banalidad de nuestra política durante los últimos años del gobierno de Bachelet. Los temas y conflictos “políticos” que los medios cubrían eran los mismos de la farándula: quién andaba con quién en el Congreso, los nuevos trajes y cortes de pelo o el zapato volador. Las termoeléctricas se multiplicaban, el crecimiento económico era bajo, el desempleo alto y el Transantiago un caos. Pero el Costanera Center crecía, los bonos abundaban, la Pequeña Gigante encontraba a su tío, los más ricos se compraban convertibles y la popularidad de la Presidenta sólo subía. Las balas volaban en la Araucanía, Chaitén era borrado por un volcán y querían moverlo, pero a nadie le importaba demasiado. Había un relajo en el aire, cierta dejación cínica y decadencia autocomplaciente generalizada. “Es lo que hay”, se decía.

La Concertación perdió el poder frente a un Piñera inmune al comodín de la dictadura y a un ME-O que era más liberal en lo económico y lo moral que Frei, y más de izquierda en lo político. Luego vinieron el terremoto, el tsunami y los saqueos.

El espectáculo no paró: tuvimos un reality de rescate minero, un proyecto energético movido de un telefonazo y la Plaza Italia repleta por casi cualquier cosa. Tan repleta, que Eugenio Tironi señaló, correctamente, que nos habíamos “argentinizado” ante tanta autosuficiencia, escándalo, grandilocuencia.

Luego, el 2011, la miseria moral detrás de algunas empresas quedó al descubierto y generalizó la desconfianza. Las masas de clase media irrumpieron en política y la Concertación, que estaba muerta, les avivó la cueca con interés vampírico. Todos dijeron “Chile cambió”. Giorgio y Camila tocaron las estrellas. Se declaró muerta “la vieja política” en Twitter. Pero el proceso de banalización seguía: sobreideologización, diagnósticos apocalípticos, teorías de la conspiración y un gobierno que frente a la pregunta por la justicia del sistema educacional respondía con el “GANE FE”.

Y así, finalmente, llegamos a estas elecciones, con Bachelet con aire ligero y transversal, prometiendo traer de nuevo a la Pequeña Gigante; con la derecha tratando de que Matthei le compitiera en carisma -optando, finalmente, por lo programático-, y con una serie de candidaturas entre pintorescas e histéricas de la izquierda extra (y anti) parlamentaria. ME-O, en tanto, ha hecho harto trabajo de programa, pero ha sido borrado metódicamente por la “Nueva Mayoría”. Y Parisi, el producto más puro del incesto de farándula y política, sube en las encuestas.

Ahora, en la recta final, juegan cuatro: por un lado, Matthei y ME-O, que apuestan por lo programático; y, por otro, Bachelet y Parisi, que apuestan por el carisma y la ambigüedad. Por eso, para los dos primeros entablar entre sí un diálogo programático respetuoso y serio en los debates presidenciales y en la prensa podría ser la mejor última jugada, ya que mostrarían el vacío de la candidatura de Parisi y obligarían, quizás, a Bachelet a tomar posición en temas que generan tensión dentro de su tinglado electoral.

Esta batalla contra la política de farándula sería, quizás, la última movida. Pero sería, también, la primera en la recuperación de cierto orden y moderación para enfrentar los enormes desafíos del futuro como República, en vez de como reality.