Columna publicada en diario La Tercera, 4.09.13

Restringir la emisión de farándula en televisión abierta. La sugerencia, provocativa, es una de las propuestas elaboradas por el equipo de Evelyn Matthei. En rigor, no se trata tanto de censura como de calificación. Los programas de farándula deberían ser transmitidos en horario de adultos, pues en ellos se suele atentar contra la dignidad de las personas. La premisa es que no deberíamos exponer a nuestros niños a consumir farándula durante varias horas al día.

La propuesta pone sobre la mesa una pregunta que rara vez nos damos el tiempo de formular: ¿qué hacer con los contenidos basura que inundan los canales nacionales? La intuición liberal más básica -que de algún modo todos compartimos- afirma que no hay nada que hacer, pues carecemos de toda autoridad para restringir la libertad de expresión. Nos podremos lamentar y podremos dejar de ver ciertos programas, pero no podemos ajustar la ley a nuestros gustos.

Con todo, hay buenas razones para pensar que esa respuesta es un poco pobre. Un liberal sofisticado como Popper, por ejemplo, afirmaba que la televisión puede convertirse en un peligro para la democracia. Este caso puede ser un ejemplo paradigmático de las limitaciones de cierto liberalismo irreflexivo, que tiene dificultades para percibir la dimensión pública implicada en toda acumulación de decisiones individuales. En efecto, los contenidos televisivos contribuyen decisivamente a configurar nuestro espacio público. ¿Podemos renunciar a todo tipo de acción colectiva frente a ella sin renunciar también a bienes públicos fundamentales? ¿No habría allí algo así como una grave abdicación política?

Por lo demás, el caso televisivo no es tan distinto de otros. Allí reina el capitalismo salvaje en su expresión más pura: la guerra por el rating conoce pocas reglas, y eso suele dar lugar a abusos. Si esto es cierto, la intervención aquí no sería menos legítima que en otros ámbitos. Pero el caso de la televisión es especialmente complicado, por la presencia de un factor adicional: su innegable efecto en los niños. Ellos están particularmente expuestos a la TV y carecen del criterio para evaluar lo que ven. Esto se agrava en los sectores de escasos recursos, que no tienen cable ni acceso a otros bienes culturales. Sabemos, además, que la familia tampoco cumple el papel que muchos esperan; en parte porque sus contornos han ido cambiando; y en parte porque los horarios y los trayectos impiden que los padres puedan acompañar a sus hijos mientras éstos ven televisión. El resultado es que muchos niños ven varias horas de televisión al día sin presencia de un adulto. ¿Por qué estamos dispuestos a limitar su acceso al cigarrillo, al alcohol y a los nocivos superochos, y no estamos dispuestos a hacer (casi) nada en esta materia? ¿Cómo es posible que llevemos años discutiendo el problema educacional sin jamás prestarle un minuto de atención a la televisión, frente a la que pasan casi tanto tiempo como en el colegio?

La cuestión merece ser formulada sin remitirse a consignas fáciles, porque la influencia de la televisión es demasiado profunda. Degradar la cultura, decía Camus, es la mejor manera de acercarnos a la servidumbre y a la barbarie: nuestros niños -y nuestro futuro- se merecen algo mejor que eso.