Columna publicada en diario La Segunda, 7.09.13

 

Teniendo menos de treinta años, me siento incapaz de convocar al perdón y a la reconciliación a las generaciones que vivieron el horror. No tengo idea qué se siente que un partido declare legítima la vía armada. Nunca he temido que Chile se convierta en Cuba. No sé lo que es el miedo a la tortura y a la desaparición. No conozco la sensación de un golpe de Estado. Nunca he odiado a alguien por motivos ideológicos. Nunca he vivido la polarización. No he visto a un gobierno volver la ley contra su espíritu. No sé lo que es que te amedrenten, se tomen tu campo o empresa o asesinen a un ser querido por razones políticas. No he pasado hambre ni he hecho filas por desabastecimiento. No he vivido la inflación galopante y la destrucción económica del país. No concibo el asesinato político. No conozco el horror. Nada de esto está inscrito en mi conciencia. Por ello, sólo puedo darle las gracias a quienes trabajaron para que ni yo, ni mi generación hayamos conocido esas cosas. Supongo que debe haber sido muy difícil, pero los frutos son amables. Y, si no se reconciliaron, al menos se pusieron de acuerdo en algo esencial: nada de esto debería volver a ocurrir, nunca más.

Sin embargo, con algo de vergüenza por el exceso, debo pedirles un esfuerzo más: necesitamos de ustedes para no heredar explicaciones y consignas hinchadas de odio. Porque el odio no es una causa ni ayuda a causa alguna. Es una fuente de energía que envenena al que la utiliza, por muy buenas que sean las intenciones que pretende alimentar con esa energía. Y ustedes, casi todos, vivieron el odio y quedaron marcados por él.

Para eso, ya es hora de que comiencen a mirarse como lo que son: generaciones que se vieron envueltas en la gran tragedia del siglo XX chileno. Y que comiencen a pensar en su herencia, en el país que, luego y a pesar de todo lo pasado, lograron construir. Y en lo que les falta por dejarnos: alguna indicación acerca de cómo ese “nunca más” se hace realmente factible, que no puede ser otra cosa que una explicación de lo que no debe ocurrir de nuevo. Aunque les duela a todos: necesitamos una historia lo más detallada posible de los inicios del odio y de la violencia que los consumieron, desde sus múltiples raíces. Y una reflexión profunda acerca de lo que podemos aprender de ello para proteger nuestro futuro. Necesitamos pensar sin bandos para obtener una mirada del pasado desde la perspectiva del odio y la violencia, para que el odio y la violencia no sean nuestro punto ciego. Sin mezquindades, ni recortes selectivos. Necesitamos, por ejemplo, más esfuerzos en la línea de “Las voces de la reconciliación”, editado por Ricardo Núñez y Hernán Larraín; de “La revolución inconclusa”, de Joaquín Fermandois, o de “El quiebre de la democracia en Chile”, de Arturo Valenzuela, recién reeditado.

Mi generación y la generación anterior a la mía y las posteriores necesitamos de esa historia y esa antropología de la violencia. Y las necesitaremos más todavía en la medida en que debamos enfrentar procesos complicados, crisis económicas, demandas sociales y dilemas políticos. Porque la historia no se ha acabado y la naturaleza humana no se ha modificado. Y porque constatar que algo es horrendo no nos previene de no caer, en el futuro, en las trampas del horror.

Así, antes que todo se banalice y las violencias que ustedes vivieron sirvan sólo para subir el rating o como instrumento electoral, por favor, les pido que hagamos un esfuerzo más por el “nunca más”.