Columna publicada en diario El Mostrador, 5.09.13

 


Hernán Larraín Matte y Carlos Palacios publicaron una columna en la que critican el avance del proyecto de ley que busca crear la figura del Acuerdo de Vida en Pareja (AVP). Señalan, entre otras cosas, que el gobierno “no da indicios certeros de sellar el quizás más ‘progresista’ de sus anuncios”, que su articulado actual “no hace más que perpetuar la categorización de familias de primera y segunda categoría”, que el AVP debiera reconocerse “como un instrumento de Derecho de Familia”, que su celebración “debe constituir un estado civil especial para las partes”, y que se deberían “cambiar desde los Juzgados de Letras en lo Civil hacia los Tribunales de Familia la competencia de causas respecto del AVP”. La crítica es clara: el AVP sería —en los términos actuales— demasiado distinto del matrimonio. Pero luego Larraín y Palacios añaden algo que resulta enigmático: “Es razonable querer dotar de atributos propios y diferenciadores al AVP respecto del matrimonio”. ¿Cómo entender esto a la luz de sus anteriores críticas? ¿Cuáles de esos “atributos propios y diferenciadores” no implicarían un atentado contra su anhelo de que se “reconozca institucionalmente la legitimidad de las nuevas familias chilenas”? ¿No hay algo quimérico en querer, al mismo tiempo, distinguir e identificar al matrimonio del AVP? ¿Cuál sería la diferencia específica del AVP, si acogiéramos las críticas de Larraín y Palacios?

El asunto es difícil de entender, considerando que Larraín Matte y Palacios representan a un mundo que busca acotar el ámbito de acción del Estado y fortalecer a la sociedad civil. Si queremos que el Estado confíe en las personas y les entregue herramientas para ser autónomos, una intervención estatal como el AVP resulta al menos discutible.

Se suele argumentar en favor del AVP a partir de los “dos millones de chilenos” heterosexuales que conviven. Pero se trata de personas que, pudiendo casarse, libremente han decidido no hacerlo. ¿Por qué el Estado habría de involucrarse en decisiones de ese tipo? Desde una óptica liberal, la respuesta está lejos de ser evidente. Si de lo que se trata es de apuntar ya no a los heterosexuales, sino que a las parejas homosexuales, el asunto no se aclara, a menos que entendamos que liberalismo político y progresismo moral van necesariamente de la mano. Tender hacia un AVP lo más similar posible al matrimonio se parece mucho a defender el matrimonio entre personas del mismo sexo y, como bien explicó Manfred Svensson, jamás existiría algo así como el “matrimonio” homosexual de no mediar una intervención estatal. A quienes abogan por el gobierno limitado esto debiera generar más de alguna inquietud.

En todo caso, el principal mérito de la columna de Larraín y Palacios es precisamente explicitar nuestras tensiones y develar el fondo de la discusión: todo indica que el AVP pretende mucho más que solucionar ciertos problemas patrimoniales. En rigor, el AVP busca ser un paso más en la lucha por la legitimación y la “igualdad plena”, como siempre han reconocido las organizaciones de lobby que lo impulsan —su honestidad no está en discusión. Pero hay una dificultad que no puede obviarse: mientras el AVP sea algo distinto del matrimonio, será imposible que cumpla ese fin. Se busca la igualdad con un instrumento que aspira a ser similar al matrimonio, pero sin serlo: el AVP está condenado a ser insuficiente. Dicho de otro modo, con el AVP se busca otorgar dignidad, pero ello jamás se logrará con una institución paralela al matrimonio. Así, el verdadero debate no es el AVP, sino el matrimonio entre personas del mismo sexo. Una deliberación pública honesta y transparente exige sincerar la discusión.

Todo esto debiera hacer recapacitar al oficialismo. El Gobierno prometió “fortalecer la familia y el matrimonio, que por esencia es la unión entre un hombre y una mujer que se complementan para formar un hogar” (página 142 Programa de Gobierno para el cambio, el futuro y la esperanza Chile 2010-2014). El gobierno no prometió un AVP. Sí sostuvo expresamente que resguardaría los derechos de quienes conviven (página 143 del mismo programa), pero aquí de nuevo surgen dificultades: si se busca resguardar los derechos de quienes viven juntos, ¿por qué excluir de esa posibilidad a otras formas de convivencia? ¿No podrían acceder a esos derechos dos hermanos huérfanos, los abuelos que cuidan a un nieto, y otra larga serie de personas cuyas relaciones afectivas se dan bajo un mismo techo? ¿No resulta acaso más incluyente de todo tipo de convivencia una alternativa cómo esa? Si realmente se quiere diferenciar (en los hechos y no sólo en el discurso) al matrimonio del AVP, no se entiende por qué calcar las inhabilidades del matrimonio. En este sentido, es real la inconsistencia que denuncian Larraín y Palacios en el AVP. La pregunta es qué hará el Gobierno. ¿Seguirá intentando cuadrar el círculo, y satisfacer a moros y cristianos?