Columna publicada en diario La Segunda, 21.09.13

 

Me piden que piense sobre Chile a la luz del 11 y del 18 recién pasados, y sólo se me viene a la cabeza el concepto de superficialidad. La ligereza con la que han ido pasando las cosas durante los últimos años. La ligereza con la cual nos insultamos y maldecimos, y luego gritamos goles juntos o cantamos abrazados en las fondas. Esa liviandad violenta, egoísta y bipolar que, de repente, se apoderó de Chile y que parece ser una forma de evasión ante ciertos desafíos.

Y es que en nuestro país están ocurriendo cambios que son producto de otros cambios: la modernización de los últimos decenios ha generado una clase media cada vez más numerosa que se siente tremendamente frágil, que pretende asegurar un cierto estándar de vida y consolidarse. Esta demanda por consolidación de las clases medias es la antorcha que levanta el movimiento estudiantil. Por eso les interesa tener universidades gratis, aunque sea regresivo.

Además de esa clase media, estos veinte años han generado una importante concentración de la riqueza y prácticas rentistas, especialmente en el sector de la economía minero-bancaria, que luego de tomar control económico del país en 1891, el control político con la reforma agraria, de consolidarse con la dictadura y florecer con la Concertación, se encuentra hoy nuevamente llamando a la renovación política de Chile, para lo cual confían principalmente en la “Nueva Mayoría” y en generar un nuevo pacto por afinidad electiva entre mesocracia y oligarquía, como el que gobernó Chile entre 1930 y el experimento populista de 1970. Esto, por supuesto, deja algo perdida a una derecha que se dedicó a defender más a las empresas que al mercado durante los últimos años y que no ha logrado generar diagnósticos políticos propios luego del asesinato de Jaime Guzmán, su último intelectual orgánico.

El cambio de “pacto social” que se ve venir es importante: los últimos 30 años Chile se desarrolló gracias al acuerdo tácito de crecer para combatir la pobreza. Y eso se logró. Ahora, en cambio, se apuesta por un “Estado de bienestar” (no piense en Finlandia) financiado por los cuasi monopolios. Y eso tiene muchos riesgos. El principal es justamente el aumento de la pobreza y la clientelización de los que tienen menos por parte de los gobiernos, como pasa en Argentina. También, por supuesto, el estancamiento económico, ya que consolidar grupos sociales sólo se consigue trabando los mecanismos de movilidad social y competencia económica y repartiéndose la torta entre los grupos de poder y de presión. Todo, por supuesto, en nombre de la justicia y la igualdad.

Finalmente, hay también en proceso un cambio generacional: los nacidos entre mediados de los 60 y mediados de los 70 están comenzando a hacerse cargo del país. Y esta nueva generación está marcada por ese aire como de teleserie noventera, entre hedonista, cínica y relativista, llena de rebeldes estéticos (como los que claman al cielo por la segregación y tienen a los hijos en el Grange), lo que muchos de los nacidos en la generación posterior -de mediados de los ochenta- vemos con bastante desconfianza. Así, será un gran desafío para ellos asumir el timón en medio de mar brava.

Me piden que piense en Chile, y esto es más o menos lo que veo. No soy pesimista, porque mi juicio está construido sobre muchos supuestos que pueden variar e ignora, también, muchos otros elementos en juego. Sin embargo, sí creo que sería bueno poner atención, para no dejar que las cosas sucedan como si se tratara de un sueño.