Columna publicada en diario La Tercera, 18.09.13

 

Aunque han pasado 40 años desde aquel 11 de septiembre, todavía no terminamos de cerrar el ciclo político que ese momento simboliza. En efecto, la fecha sigue condensando nuestras tensiones y afectos políticos, y no podemos ni queremos salir de allí. No al menos mientras la condena moral a las atrocidades perpetradas no concite unanimidad total.

Hasta aquí, nada reprochable: atropellos tan brutales deben ser condenados sin ambages. Con todo, es tal la fuerza moral de esta perspectiva, que oscurece los riesgos que lleva envueltos: como bien recuerda Todorov, también se puede abusar de la memoria. La pregunta es dura -cuestiona intuiciones morales muy básicas-, pero merece ser formulada.

La combinación entre memoria y campaña política puede ser bien explosiva, porque le da autoridad a un sector político para determinar quiénes son víctimas y quiénes victimarios, dibujando así un escenario maniqueo. Hay allí una mezcla de planos que tiende a instrumentalizar el horror vivido por tantos con el fin de obtener réditos políticos. Así, un ex ministro de la Concertación solía responder las acusaciones de corrupción aludiendo a los crímenes perpetrados por los militares: hay allí una manera muy delicada de asumir una determinada posición moral.

La dificultad reside en que las teclas se gastan de mucho usarlas: apelar constantemente a ese resorte moral puede terminar por banalizar un asunto que es demasiado valioso. Si queremos preservar la dimensión sagrada de las víctimas, no podemos mezclar la mística con la política, como solía recordar Péguy a propósito del caso Dreyfus. Lo que ocurrió en Chile es demasiado grave como para gastarlo en votos. Estamos convirtiendo la moral en moralina, porque no nos interesa tanto comprender como indignarnos, y no hay auténtica condena moral allí donde no hay comprensión. Es obvio que a la derecha le falta una reflexión profunda sobre el pasado, pero el registro actual no nos hará avanzar un milímetro, justamente porque está planteado en código electoral.

En el fondo, buena parte de la dirigencia política está apostando a repetir indefinidamente el plebiscito de 1988. En ese escenario, radicalizado por el binominal, todos sabemos qué pasa. Incluso Sebastián Piñera comprendió cuánto tenía por ganar en esa dialéctica, y un solo gesto le bastó para condenar a casi toda la derecha bajo la figura de complicidad pasiva. La actitud del Presidente es más que dudosa por demasiadas razones, pero vaya que rinde políticamente.

Si esto es plausible, nuestras definiciones seguirán girando en torno al eje de 1988. No obstante, los desafíos de Chile han cambiado, y la división binaria de 1988 ya no es capaz de dar cuenta de nuevas realidades. En lugar de entrar a un nuevo ciclo político, seguimos repitiendo el anterior, pues sentimos que las cuentas aún no están saldadas. Pero si continuamos pensando el presente en función del pasado, y no el pasado en función del presente, seguiremos siendo víctimas de la división del 11 de septiembre, y seguiremos pensando el mismo mundo simple que a Pinochet (y a la izquierda revolucionaria) le gustaba que pensáramos: aquí, los buenos; allá, los malos. Nada bueno ni nada nuevo podrá salir de allí.