Columna publicada en Chile B, 28.08.13

 

Han pasado ya 40 años desde el 11 de septiembre de 1973. Se trata de un acontecimiento que marcó como ninguno el siglo XX chileno, y de hecho el quiebre sigue siendo perceptible en la vida nacional. A ratos, pareciera que el recuerdo constante de nuestro pasado se convirtiera en obstáculo para construir acuerdos. La construcción del Chile que soñamos, si queremos que tenga cimientos sólidos, exige grados importantes de unidad y para lograr metas comunes no hay otro modo de posibilitar el diálogo y la deliberación pública. Por tanto, debemos estar dispuestos —al menos en principio— a seguir avanzando en el camino de la reconciliación.

Para quienes no vivimos el proceso de desgaste de nuestra democracia, ninguno de estos fenómenos puede sernos indiferente. Desde luego, no corresponde, a quienes no nos tocó vivir aquellos sucesos, perdonar ni pedir perdón. Es evidente que nuestra experiencia es distinta de quienes vivieron esos años, y quedaron marcados de por vida por ellos. Sin embargo, a pesar de todo, sí nos corresponde —si acaso queremos recuperar la confianza y el respeto mutuo— crear espacios de reflexión que puedan contribuir al proceso de reconciliación. Ese es el desafío que se propone el libro recientemente editado por Hernán Larraín y Ricardo Núñez, y publicado por el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), Las Voces de la Reconciliación.

Hannah Arendt señala, en La condición humana, que perdonar “sirve para deshacer los hechos del pasado, cuyo ‘pecado’ cuelga como espada de Damocles sobre las nuevas generaciones”. En efecto, la incapacidad de diálogo y reconocimiento mutuo, que todavía está presente, suponen una constante amenaza para la convivencia pacífica. Deshacer el pasado significa desmenuzarlo para comprenderlo y así aprender de él. Sólo así lo ocurrido podrá ser auténtica garantía del “nunca más” que, según la filósofa alemana, debe seguir inmediatamente al perdón.

Es necesario recordarlo, por más obvio que parezca: no podemos cambiar la historia. Sólo podemos volver a pensarla una y otra vez, para intentar comprender cómo fue posible que el país entrara en un espiral de violencia capaz de poner en jaque nuestra vida republicana.

Las interrogantes son muchas y nunca tendremos una respuesta certera, pues la verdad histórica nos es inaccesible en su totalidad. Pero aunque no podemos cambiar el pasado, sí podemos “librarnos” de él, como propone Arendt. Esta liberación no significa olvido, sino una “catarsis” que sólo se logra con el perdón, con perdonar y ser perdonado; al tiempo que permite observar la historia sin la pasión que lleva al odio y al enfrentamiento.

Esto es justamente lo contrario de la instrumentalización de la memoria que a veces prima. Ésta profundiza aún más las heridas que nos dividen. Sin duda, las alternativas no se reducen a la instrumentalización o al perdón, y que además este último no es exigible y muchas veces supone un verdadero heroísmo. Sin embargo, sigue siendo ineludible avanzar hacia la reconciliación, con las dificultades que de seguro encontraremos en el camino. Tenemos que ser capaces de poner nuestro pasado al servicio del presente, y no el presente al servicio del pasado.

La misma Arendt apunta que “el perdón es, pues, lo exactamente opuesto a la venganza, que actúa como una reacción contra la falta original y que, con ello, en vez de poner término a las consecuencias del primer error, hace que todos queden ligados en un proceso que abre una reacción en cadena, dejando a la acción un curso desbocado (…) Perdonar es la única acción que no es mera re-acción, sino una acción nueva, inesperada, incondicionada por el acto que la provocó”.

Esta acción es la que cabría esperar como generación no directamente implicada en los hechos, que no puede seguir anclada en el pasado. Lo que hace, además, especialmente destacable el gesto el senador Hernán Larraín, en el lanzamiento del libro, cuyo perdón y petición de perdón fue, como dijo él mismo, “su voz para la reconciliación”.