Columna publicada en diario La Tercera, 25.08.13

 

Han pasado 40 años desde el 11 de septiembre de 1973, y a pesar de la distancia, pareciera que esa fecha no deja de interpelarnos. Muchos debates de los últimos años muestran que aún no hemos superado nuestra gran división cívica, cuyo punto de quiebre fue el golpe de Estado.

Por lo mismo, es importante rescatar un concepto que jugó un papel central al principio de la transición: la reconciliación nacional. Esta buscaba, entre otras cosas, eliminar la odiosidad del debate sociopolítico, y puede pensarse que ese objetivo no se cumplió. Heridas que se creían cerradas vuelven a abrirse con demasiada facilidad; se polarizan las posiciones y se recuerda una época en donde primaron la intolerancia y la violencia. El resultado es que nos enfrentamos a un pasado más bien desde la suspicacia que desde la reflexión.

¿Qué significa hoy en día la reconciliación? ¿Vale la pena profundizar en esa tarea inconclusa? En el Instituto de Estudios de la Sociedad creemos que ello es indispensable. Nuestro último libro, Las voces de la reconciliación -editado por Ricardo Núñez y Hernán Larraín- busca volver sobre ese debate. Así, convocamos a personas de diversas procedencias a reflexionar en torno a nuestro pasado: políticos de izquierda, centro y derecha, académicos de múltiples disciplinas, personas del mundo de los derechos humanos, generaciones de antes y después de la dictadura. Todas esas miradas son necesarias para articular un debate profundo y mesurado que permita el reconocimiento mutuo.

Es evidente que en 1973 se rompieron los cauces institucionales para resolver los profundos conflictos que atravesaban a la sociedad chilena. Eso terminó justificando la violencia como mecanismo legítimo para la lucha política. Por cierto, la intervención de los militares no acabó con la violencia; al tiempo que buscaba regenerar las instituciones horadadas por el exceso de ideología y luchas irresponsables, utilizaba medios atroces para eliminar a los disidentes. El enfrentamiento se asemeja a un péndulo, y cada lado empuja cada vez con mayor fuerza: las instituciones se ven desbordadas sin que le tomemos el peso a la situación. Las pasiones se exacerban hasta el punto de no ver en los otros a miembros de nuestra propia sociedad. En esa lógica, la sociedad se divide en enemigos (y no adversarios), separados por una distancia insalvable incapaz de generar cualquier punto de encuentro.

Por eso, durante los años 90 el objetivo principal fue reconstruir las confianzas. Esto no sólo entre los chilenos, sino también desde la ciudadanía hacia sus instituciones judiciales y militares. En ese contexto, las políticas de verdad, memoria y reparación han hecho un trabajo esencial: una sociedad no puede regenerar esos vínculos sin saber qué pasó y sin restituir -al menos en parte- los daños cometidos en épocas de violencia.

El compromiso con los derechos humanos y con la memoria cumplen una tarea compleja: el doloroso recuerdo de la tortura y las violaciones a los derechos humanos convierten al “nunca más” en un gesto decisivo; ese “nunca más” que Patricio Aylwin pronunció en el Estadio Nacional en 1991, y que fue ratificado con palabras y acciones. La memoria, en palabras de Tzvetan Todorov -quien estuvo el 2012 en Chile invitado por el Museo de la Memoria-, debe ser rescatada para “comprender situaciones nuevas”.

Eso implica abstraer y entender cómo una sociedad llega a cometer actos de violencia que todos condenan en una situación normal. Pero por otro lado, ese “nunca más” nos debe llevar a comprender cómo esos actos llegan a suceder: explicar sus orígenes para evitarlos en el futuro.

¿Cuáles serán hoy, después de más de dos décadas de democracia, las preguntas que le haremos a nuestra historia? ¿Volveremos una vez más al círculo de la acusación mutua? La pregunta por la culpabilidad inicial ha demostrado ser insuficiente, porque nos divide radicalmente entre víctimas y victimarios. Sin embargo, la violencia es un proceso que envuelve y lleva consigo a todo el cuerpo social. Esto exige un esfuerzo reflexivo mayor, orientado a comprender un fenómeno tan complejo como el de la violencia, que no admite reducciones simplistas.

Cuando ya han pasado 40 años desde el quiebre de la democracia, quizás sea hora de que nuestra deliberación pública aborde nuestro pasado sin odio alguno. Todos debemos comprender que las ideas tienen consecuencias e implicancias que a veces no sospechamos: la violencia no se instala espontáneamente en una sociedad. El mismo Todorov afirma que “tenemos que conservar viva la memoria del pasado: no para pedir una reparación por el daño sufrido, sino para estar alerta frente a situaciones nuevas y sin embargo análogas”. El retomar hoy la tarea de la reconciliación significa convertir ese pasado en una lección ineludible: debemos cuidar nuestra memoria sin mutilarla a nuestro antojo y, por medio de ella, construir un futuro que sea digno de nuestro pasado.