Columna publicada en diario El Mostrador, 28.06.13

 

Foto: La Segunda

Las elecciones primarias han puesto sobre la mesa la radicalización del Pacto Nueva Mayoría (Concertación más Partido Comunista), especialmente a partir de ciertas opiniones y propuestas de sus presidenciables, muchas de las cuales han estado rodeadas de polémica: vuelta al sistema de reparto en materia previsional y/o creación de una AFP estatal, gratuidad universal en educación, eventual asamblea constituyente, fin al Fondo de Utilidad Tributaria (FUT), condescendencia con secundarios que mantienen tomados colegios designados como locales de votación, etc.

Si bien es importante distinguir entre aquellos planteamientos que avalan medidas de fuerza y desconocen la institucionalidad, y aquellos otros que, aunque discutibles, pueden ser formulados legítimamente, conviene tener presente los riesgos que conlleva la radicalización. Moderación no implica inmovilismo, pero abandonar la sensatez en política no es inofensivo. Los totalitarismos experimentados durante el siglo XX son el mejor y más dramático ejemplo de lo que sucede cuando no se detienen a tiempo ciertas ideas que, llevadas a sus últimas consecuencias, resultan destructivas. En este sentido, pareciera que el discurso político imperante es incapaz de advertir algunos indicios de auténtica radicalización, quizás sutiles e inconscientes, pero por lo mismo más peligrosos que varias de las propuestas que generan más ruido mediático.

Un ejemplo de ello pudo verse en el último debate de TVN, cuando el presidenciable DC Claudio Orrego, probablemente el más moderado de los candidatos opositores, se vio interpelado por su postura en temas de aborto, matrimonio, y por su gigantografía “Creo en Dios. ¿Y qué?”. En vez de argumentar en favor de sus posiciones, el ex Alcalde de Peñalolén optó por enfatizar que “Soy un demócrata a carta cabal, en cada uno de estos temas siempre voy a respetar a la mayoría”, idea que reiteró varias veces ante la insistencia de los otros candidatos, con frases del estilo: “Como yo, antes que nada y después que todo, soy un demócrata, no solo no voy a vetar ninguno de estos temas, sino que los vamos a debatir y al final va a ser la mayoría la que determine”; “Vamos a respetar lo que la mayoría en su momento diga, y soy demócrata en este y todos los temas”; “Donde sea minoría, acataré la mayoría”.

No parece razonable cuestionar las buenas intenciones de Orrego. Más aún, al verlo recorrer Chile y enarbolar profundos ideales con fuerza y convicción, su llamado a revitalizar la política y reivindicar el socialcristianismo se hace particularmente creíble. Pero precisamente por ello, no deja de ser preocupante que alguien como Claudio Orrego caiga en lugares comunes como los citados. Quizás éstos pueden agradar a cierto progresismo de moda en Twitter, pero con el costo de contradecirse con su discurso plagado de ideales de justicia y, aún peor, de abandonar una idea esencial en el pensamiento político socialcristiano: al igual que el mercado, la democracia no se agota ni en los procedimientos ni en las mayorías, sino que debe fundamentarse en la dignidad de cada persona y el respeto y promoción de los bienes humanos más elementales.

Si reflexionara en el punto, probablemente el presidenciable DC jamás negaría la importancia de la dignidad humana, ni tampoco los límites de las mayorías. Porque la tradición que Orrego reivindica en su discurso no duda en reconocerlos, a partir de la existencia de criterios de justicia que están por sobre el mero consenso. Negar estos criterios implica afirmar una relación intrínseca entre democracia y relativismo moral, lo cual acerca a corrientes de pensamiento inspiradas en Kelsen, Rorty, etc., pero aleja inequívocamente de las ideas expresadas en esta materia por Jacques Maritain, Juan Pablo II, Charles Taylor, Andrés Ollero y tantos otros, a quienes Orrego no sólo debe conocer, sino que probablemente ha citado más de alguna vez.

Por lo mismo, estas contradicciones debieran llevar a la reflexión al presidenciable DC y a sus adherentes —quizás ellas algo tienen que ver, por ejemplo, en su aceptación del aborto en ciertos casos. Pero también debieran mover a la reflexión a la generalidad de la oposición, respecto de las ideas que en ella predominan. La Concertación construyó gran parte de su historia, épica y discurso a partir de la defensa y promoción de los derechos humanos. Y pocas cosas son tan inconsistentes como afirmar la existencia de ciertos derechos inviolables e inherentes a cada hombre y mujer, y al mismo tiempo negar criterios de justicia válidos en todo tiempo y lugar. A meses de cumplirse 40 años del 11 de septiembre de 1973, parece oportuno reflexionar sobre estos criterios, que son, ni más ni menos, los que nos permiten afirmar categóricamente la existencia de actos que jamás pueden cometerse legítimamente, independiente de las circunstancias y, por cierto, de las mayorías.