Columna publicada en diario La Segunda, 15.07.13

 

Una de las perspectivas poco exploradas respecto a los actuales procesos de ajuste y cambio que vive Chile es la generacional, que supone la existencia de “ethos” o “culturas” generacionales que permiten vincular los fenómenos de transformación social a quiebres en el plano del sentido.

Como prospección en este camino, creo que es más relevante investigar a la generación de quienes tienen hoy cerca de 40 años que a la juventud de las tomas, marchas y paros. La razón es que quienes están y estarán mucho más cerca de las decisiones importantes durante los próximos veinte años serán los primeros y no lo segundos, por muy adulados que sean.

Quienes conforman este grupo nacieron en los setenta y sus alrededores, crecieron en los ochenta y fueron jóvenes en los noventa. En esa época se les llamó “la generación perdida” y la frase que los describió fue el “no estoy ni ahí” de Marcelo Ríos (nacido en 1975).

Ellos han estado detrás de buena parte de la producción cultural chilena de los últimos veinte años. Armaron “Zona de contacto”, de El Mercurio; crearon “Plan Z”; fundaron y escriben en el “The Clinic” e inventaron “31 Minutos”. Además, generan todo el cine chileno actualmente exitoso, escriben novelas, dibujan cómics y conducen la mayoría de los programas de radio y televisión de moda. También son personas de esta generación los altos ejecutivos y grandes abogados de hoy: más pragmáticos, “despeinados” y liberales. Y, finalmente, son de esta generación los “rostros nuevos de la política” que acceden o accederán pronto a cargos de poder. Y por más que uno pueda ver muchas diferencias particulares entre ellos, si uno se aleja de los árboles, ve el bosque.

¿Por qué son una generación? No sólo por crecer durante el régimen militar, sino porque experimentan en carne propia el derrumbe del siglo XX. Eso que se llamó “el fin de las ideologías”, “el fin de la historia” o simplemente “posmodernidad”. Son hijos de las luces y sombras de lo que Vattimo bautizó como “el pensamiento débil”: un relativismo pragmático, adaptado a la situación, que no impone una sola visión sino que considera que todos los puntos de vista son válidos en la medida en que no se pretendan absolutos y que desconoce el principio de autoridad. La suma de todo esto es paradójica: un gran respeto por la alteridad y una gran libertad creativa, pero marcada por el hedonismo, el materialismo, la ausencia de compromiso, la superficialidad y la rebeldía estética que han criticado tan fuertemente autores como Gilles Lipovetsky.

Esta generación, que ha vivido de cerca la incapacidad de fundar el sentido en principios monolíticos, es la que está comenzando a hacerse cargo del país. Y eso tendrá consecuencias que alterarán (y ya están alterando) el rayado de cancha del debate público: el relativismo pragmático es poco ortodoxo en sus soluciones (rompe el eje Estado-mercado de la discusión), trae consigo una agenda “valórica” centrada en la autonomía individual y tiene un lenguaje político teñido del discurso de los “derechos sociales”.

Aunque está todo por investigar y queda mucho por reflexionar al respecto, hay buenas razones para creer que las protestas estudiantiles apresuraron la jubilación de la generación nacida en los años 40 y 50 cuya bandera de lucha ha sido, luego del trauma de 1973, el principio de responsabilidad, y allanaron el camino de sus herederos relativistas. En otras palabras, puede ser que haya aparecido la “generación perdida”.