Columna publicada en Chile B, 31.07.13

 

Foto: 24 horas

Es normal que en una sociedad democrática coexistan puntos de vista distintos sobre asuntos de la más variada índole. Y hasta podría decirse que justamente eso es lo propio de la democracia: hacer posible la convivencia pacífica de personas con ideas y trasfondos culturales diversos, en un ambiente de respeto y paz.

Lo que parece tan claro en los principios, sin embargo, resulta más difícil en la práctica. Y lo que debería ser un diálogo racional que permita conocernos y comprendernos mejor unos a otros, termina muchas veces en enfrentamientos entre posturas radicalizadas, que llevadas a su extremo amenazan la paz social. La violencia, entonces, aparece como fenómeno entre nosotros, manifestándose como desprecio no de las ideas, sino que de la persona misma. Así, se ignora la dignidad de los demás, el valor de las normas de convivencia y la importancia de las instituciones, que resultan ser un obstáculo para quien está dispuesto ejercer la violencia con tal de conseguir sus fines.

Los sucesos ocurridos en la catedral de Santiago son un ejemplo de esta conducta. Y aunque los hechos recibieron una crítica generalizada, no faltaron quienes defendieron la agresión, aludiendo a lo que para ellos sería una reacción lógica, casi atendible, a las supuestas imposiciones sociales de la Iglesia Católica. Esto, por desgracia, no sorprende: quien ejerce la violencia cobardemente suele alegar que no es responsable de ella, que no es su culpa, sino que de la víctima o del ”sistema”. Basta revisar casi cualquier expediente de violencia contra la mujer o de agresiones sexuales contra niños y nos encontraremos con las mismas “justificaciones”.

Felizmente, rara vez llegamos a estos extremos. Sin embargo, tras ellos subyace otro tipo de violencia, que pasa más desapercibida y a la que estamos expuestos todos los días, al punto de hacerla parecer como normal: la violencia de la descalificación, que renuncia a reconocer al otro como un interlocutor válido o como digno de participar en la comunicación, o que derechamente lo agrede por el solo hecho de pensar distinto. Esta clase de violencia, que está muy presente en el debate público, se manifiesta principalmente en las redes sociales e internet en general, dada la posibilidad de anonimato que, como el anillo de Giges, permite a muchas personas ventilar sus patologías, odios y obsesiones en público, sin dar la cara. Ambos tipos de violencia, aunque difieren en grado, no son compartimentos estancos, sino que una es consecuencia de la otra.

El desafío de las personas civilizadas, independiente de sus convicciones filosóficas o religiosas, es intentar comprender al otro en la interacción. Es decir, incluirlo, entendiendo que comunicar no es un acto egoísta, sino una forma de estar con otros, que debe ser cuidada y cultivada. En este sentido, resulta paradigmático y aleccionador el diálogo entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger — el primero agnóstico partidario de un Estado liberal y secularizado; el segundo, uno de los más grandes teólogos católicos del siglo XX— en torno a los bases morales de un Estado democrático. En ese encuentro, convertido luego en libro, ambos pensadores, a partir de premisas distintas, son capaces de construir perspectivas comunes mediante el diálogo: concuerdan, así, en que el Estado debe reconocer todas las fuentes culturales que fundamentan su conciencia normativa. De este modo, no es posible desconocer la importancia de los distintos credos en la configuración del espacio público, ni perder de vista el carácter laico propio de las democracias secularizadas.

Las actitudes no son irreconciliables, pero exigen ampliar la racionalidad humana para que pueda orientarse a la verdad. Así, Habermas señala que el no creyente tiene la obligación de no contentarse con tachar de arcaicas o irracionales las creencias religiosas, sino más bien realizar un esfuerzo por captar el significado de estas convicciones y la potencial verdad que existe detrás de ellas. Es posible para la razón crítica aprender de la tradición religiosa, y existen numerosos ejemplos al respecto, cuyos contenidos pueden constituir un valioso aporte que traspasa los límites de la fe. Asimismo, defiende plenamente el derecho de los creyentes de participar en la esfera pública sin tener que renunciar por ello a la profesión de un determinado credo. Desde luego, esto implica que los creyentes deben hacer accesible a la razón los fundamentos de su fe. Ratzinger, por su lado, afirma que todos debemos reconocer nuestros propios límites, y eso toca tanto a la razón positivista como a las creencias religiosas, que deben renunciar a sus pretensiones totalizantes. De lo que no debemos privarnos es de las distintas comprensiones que constituyen el mundo moderno, y que están llamadas a complementarse para lograr vínculos de cohesión social, que impidan el recurso a la violencia.

En definitiva, ambos pensadores dan cuenta de que el diálogo entre razón y religión es posible, si no descartamos a priori la racionalidad de ambas posturas, y lo que cada una de ellas tiene que decir sobre el hombre contemporáneo. Más aún, no solo es posible, sino necesario, si lo que en realidad queremos es construir, en lugar de destruir. ¿Será posible que, en tiempos en que todos agitan banderas de cambios en un sentido u en otro, mostremos en Chile, que existe la capacidad de escucharnos? ¿Qué cambio positivo podríamos esperar si esto no es así?