Columna publicada en Chile B, 6.06.13

 

La última entrevista de Felipe Berríos s.j desde Ruanda en el programa de televisión El Informante, ha suscitado una extensa polémica sobre la situación y labor de la Iglesia Católica en el Chile de hoy.

Muchas de las críticas que Berríos hace al consumismo, al egoísmo y al hedonismo han sido repetidas incesantemente por la Iglesia, y no constituyen ninguna ”originalidad”, como se ha querido mostrar. Lo que sí resulta más novedoso es que un sacerdote acuse y descalifique a la Iglesia –a la que se refiere siempre en tercera persona– y en especial a su jerarquía de la manera en que Felipe Berríos lo hace, acusándola de discriminación, falta de liderazgo y de compromiso para con los pobres, entre otras cosas.

La pregunta que emerge rápidamente es si esa crítica es justa. Y, para cualquiera que observe de buena fe el trabajo de la Iglesia, pareciera no serlo. Obviamente hay errores y omisiones por parte de algunos de sus miembros, y en ese sentido debemos asumir nuestra responsabilidad personal, pero eso no permite generalizar. Es notable la inmensa labor que realiza la Iglesia Católica en nuestra sociedad, particularmente en beneficio de los más pobres, a través de hospitales, colegios, centros de acogida, actividades pastorales, etc; pero sin excluir a nadie (lo cual Berríos sí hace en base a criterios clasistas, excluyendo a los ricos). Una contribución que las más de las veces es silenciosa y pasa desapercibida, pues la caridad cristiana exige no convertir en farándula o en campaña política la ayuda al prójimo.

La Iglesia no se ha restado nunca de los grandes y urgentes problemas que afectan a nuestra sociedad, intentando aportar una mirada más humana desde la “realidad fundante y decisiva que es Dios”, como señaló Benedicto XVI en Aparecida. No obstante, la Iglesia Católica no busca, ni debe buscar un liderazgo político, como plantea el Padre Berríos en la entrevista, que sólo compete a los laicos. Así el ex Pontífice añadía: “Si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y autoridad moral, identificándose con una única vía política y con posiciones parciales opinables”.

La segunda pregunta es desde dónde hace su crítica Berríos. Y la respuesta se hace evidente cuando buscamos en la historia de la Iglesia el origen de los pregones de Berríos: la Teología de la Liberación, a la que él mismo se refiere constantemente en sus entrevistas, incluida esta última en la que acusa a Juan Pablo II de haberla destruido y se lamenta por ello.

Sin embargo, la defensa que Felipe Berríos hace de la Teología de la Liberación, dista mucho de la realidad. Esta corriente teológica –en su versión original, es decir, la teología marxista de la liberación–, que surgió a fines de la década de los 60, fue la expresión más radical de politización de la experiencia religiosa, al punto de que ya no podía distinguirse la religión de la política, ni en el discurso ni en la acción. Es justamente ésta la crítica que hicieron pensadores cercanos a la teología popular como el uruguayo Alberto Methol Ferre (1977) el sociólogo chileno Pedro Morandé (1980), debate que explican también Eduardo Valenzuela y Carlos Cousiño en ”Politización y Monetarización en América Latina” (1994).

En esta discusión se aclaró que la Teología de la Liberación, al pretender ”liberar al oprimido” viéndolo como alguien enajenado, mantuvo siempre su carácter elitista, ilustrado y principalmente clerical. Su visión de la realidad no coincidía con la de aquellos que decía representar, sino que partía de la interpretación ideológica de ella, realizada desde el marxismo y la promoción de la lucha de clases. Por eso, su influencia a nivel intelectual tuvo mayor peso que a nivel de la praxis. Su esfuerzo de concientización del pueblo no resultó popular, lo que quedó demostrado en la escasa participación en los llamados movimientos liberadores, que debían constituir la “Iglesia popular” en contraposición a la “Iglesia oficial” o “jerárquica”, como se refiere el mismo Berríos. La explicación de este fenómeno estaría en el carácter secularizante de esta corriente teológica, donde la acción religiosa no podía ya distinguirse de la acción política, lo que contradecía el carácter mistérico, ritual y trascendente propio de la religiosidad popular.

Lo que Juan Pablo II y Joseph Ratzinger enfrentaron en su momento fue la pretensión de distorsionar el mensaje cristiano para utilizarlo políticamente prometiendo paraísos terrenales. Quizás, a estas alturas, más que atacar a la Iglesia por no ser un partido político, Berríos debería considerar seriamente que son dos vocaciones distintas. Y que a veces, como el otrora Obispo Fernando Lugo de Paraguay, vale la pena optar.