Columna publicada en diario La Tercera, 26.06.13

 

Foto: Terra noticias

En muchos sentidos, el esfuerzo realizado por Claudio Orrego en los últimos meses resulta admirable. Hay algo de heroico en la energía que pone en tratar de reencantar al mundo democratacristiano, en el tesón con el que recorre Chile y en el entusiasmo que pone al intentar transmitir sus convicciones. Claudio Orrego es un digno heredero de la tradición socialcristiana chilena y, aunque comete errores, tiene una buena dosis de conciencia política -y eso se agradece.

La dificultad reside en que, como nos recuerda el Quijote, a veces el heroísmo puede parecerse bastante al ridículo. Eso explica que su posición sea tan ambigua y difícil de comprender, al punto que muchos de sus camaradas han preferido dejarlo corriendo solo. Esa ambivalencia se dejó ver en el último debate de la nueva mayoría: por momentos, Orrego reivindicaba orgullosamente su identidad doctrinaria, pero eso siempre iba seguido de una genuflexión respetuosa a Michelle Bachelet. Es raro, pero Orrego suele terminar casi pidiendo disculpas por pensar como piensa e incluso, por ser quien es: síntoma inequívoco de problemas de domicilio.

Naturalmente, en todo esto hay movimientos profundos que poco tienen que ver con Orrego. Por un lado, la política de los consensos, donde el centro juega un rol de primer orden, es cada vez más despreciada. Por otro, el voto voluntario tiende a exacerbar los extremos políticos. Tampoco puede olvidarse que durante muchos años la DC se dedicó a administrar el poder sin hacerse muchas preguntas de fondo, y eso no pudo sino desdibujar su identidad.

Así, el partido que estructuró durante dos decenios el cuadro político chileno, sigue perdiendo progresivamente su influencia, y uno puede preguntarse si no está condenada a ser el nuevo partido radical: un invitado que le suma colorido a la fiesta, pero cuyo fallecimiento nadie notaría. ¿Qué quiere ser la Democracia Cristiana en este nuevo escenario? En líneas gruesas, tiene dos opciones: o bien hace valer su propia identidad y paga los costos asociados, o bien se conforma con ser la eterna prueba de la blancura de una izquierda radicalizada. Las alternativas son excluyentes, y aunque Orrego parece querer encarnar lo primero, sabe muy bien que terminará en lo segundo. Eso explica el contraste entre la agresividad con la que descubre los vacíos del discurso de Velasco -se juega la vida en llegar segundo- y la extrema suavidad con la que trata a Michelle Bachelet -no fue capaz de interpelarla en ningún sentido. Dicho de otro modo, Orrego es orgulloso y altivo con Velasco, pero humilde y sumiso con Bachelet. En el fondo, envidia la autonomía del ex ministro de Hacienda al mismo tiempo que la critica: no sabe estar ni adentro ni afuera.

Todo esto importaría poco si su aspiración fuera liderar un partido pequeño pero influyente. Sin embargo, la falange no sabe jugar ese rol: es tan fuerte y visceral su rechazo a la derecha, que se condena a ser rehén de la izquierda. La Nueva Mayoría es justamente ese lugar donde la DC ya no es anfitriona ni invitada de honor, sino donde sólo entra si acepta las condiciones que fijan otros. En ese contexto, la posición de Orrego asume un riesgo elevadísimo: convertirse en vano. Y eso sí que es grave para quien dice tener convicciones profundas.