Columna publicada en diario Pulso, 20.06.13

 

La ejemplaridad es un concepto que ha estado sonando por todas partes en España desde que en 2009 lo instalara el libro “Ejemplaridad pública”, del filósofo Javier Gomá Lanzón. En el texto el autor enfrenta dos ideas centrales para el pensamiento moderno: primero, que el respeto a la ley es condición suficiente para el establecimiento de una sociedad justa y, segundo, que la vida privada es un ámbito de total arbitrio de la voluntad individual. Frente a ellas, Gomá opone dos objeciones: a la primera responde con la idea de que el respeto a la ley es condición necesaria, pero no suficiente, y que la vida en común exige un plus de responsabilidad moral extra-jurídica, especialmente a quienes tienen cargos públicos. A la segunda, le objeta el hecho de que la vida privada constituye siempre una influencia, un ejemplo, ya sea positivo o negativo, para otros, y que, por lo tanto, también puede ser objeto de exigencias morales, aunque no jurídicas, especialmente cuando se pretende ostentar cargos públicos.

La razón de la exigencia de ejemplaridad, tal como yo la entiendo, es la proximidad especial con el poder que tiene el político, a quien Gomá ve como el primero entre los iguales dentro del mundo democrático. Y esto nos habla de la conocida naturaleza corruptora del poder, que sólo puede ser rechazada o moderada, en sus tentaciones, sobre la base del cultivo de la virtud. De tal modo, si es cierto que la política en nuestro país se está revalorizando, la idea de ejemplaridad debería comenzar a ganar terreno: quienes se dedican a ella, dado que entrarán en contacto con el poder -aquella sustancia corruptora- deberán mostrar un estándar ético superior al de la ley y una vida coherente con los valores e ideas que pretenden representar. Algo de esto, aunque un tanto exagerado y chabacano, hay en el aire del debate actual.

La idea de Gomá, tal como la vimos, parece extensible a las minorías organizadas que logran una especial influencia. Es decir, las elites.

No hay sociedades modernas sin elites. De hecho, las elites más cerradas se formaron en los países comunistas, donde se supone que acabarían para siempre con la desigualdad humana. Una elite es una minoría organizada que logra, como grupo, ejercer influencia sobre la forma que el poder tiene en una sociedad y obtener, dada su posición, diversos privilegios. Si sólo puede haber una de estas minorías (el partido) todos los privilegios se concentrarán en las mismas manos. Cuando hay varias de ellas y compiten, como en el caso chileno, estamos en presencia de una poliarquía, que es lo que una democracia es en la práctica.

Las elites operan como grupos con una organización interna que logran extender hasta influir en la forma misma del poder. Luego, el lugar en esa trama es personal e intransferible. Y no sólo eso, si no que dicha pertenencia impone obligaciones con el grupo, siendo todo grupo una especie de pequeña oligarquía (como bien señaló Robert Michels en su libro “Los partidos políticos”).

Ahora bien, las elites, siguiendo el criterio postulado por Gomá, están sometidas, si pretenden subsistir, a una exigencia moral parecida a la de nuestros políticos que, de hecho, no son más que parte de alguna de ellas. La razón es la misma: la cercanía al poder exige estándares morales proporcionalmente mayores. Y esto significa que la educación que reciban debe transformar esos valores en una práctica.

Hoy es común leer en el debate público a personajes que hablan con avidez y resentimiento real respecto a la educación de “los ricos”. Muchos de ellos, si es que no todos, están, en realidad, al servicio de una elite u otra dentro de la batalla incesante pero no cruenta que impone entre ellas la democracia. Muchos, también, pretenden que “el Estado” capture o someta a las elites para que haya una sola, absoluta: la de quienes controlen ese Estado (así nació el absolutismo).

Sin embargo, hay un punto importante en estas críticas, o más bien en la molestia de la que emergen, que no debe dejarse pasar: las elites no pueden existir aisladas de la sociedad, encerradas en jaulas de oro. La historia muestra que los períodos en que esto ocurre están marcados por la decadencia política, cultural y moral tanto de ellas como de las sociedades donde existen. Es esto lo que denunció en su momento Christopher Lasch en “The revolt of the elites and the betrayal of democracy”, el cual debería ser al menos revisado por quien sintiera inquietud respecto de este problema.

En este sentido, vale la pena que los poderosos del país (y esto vale para cualquiera capaz de pagar un colegio “de elite”), especialmente los de Santiago -dado el alto grado de segmentación del mercado educacional- piensen seriamente en la educación que quieren entregar a sus hijos y en cómo los valores que pretenden traspasarles se ven reflejados en las formas institucionales y en el medio mismo de las instituciones donde se educan, más allá de en lo que les enseñan, ya que la virtud es una idea llevada a la práctica y no simplemente una idea. En un tiempo donde algunos poderosos han apuntado a la ley como el límite ético de su comportamiento, especialmente en el ámbito económico, y donde los criterios de selección de las profesiones parecen estar regidos por el interés antes que la vocación, es deber de todo buen padre y ciudadano preguntarse si aquello es lo que creen que debe marcar el carácter de sus hijos. Y si no es así, cómo es que podrían evitarlo sin ceder por ello a los cantos de sirena colectivistas.