Columna publicada en diario La Segunda, 4.05.13

 

La llegada de Pablo Longueira a la carrera presidencial nos muestra, al mismo tiempo, a una derecha acorralada y pesimista y, curiosamente, a un sector que tiene la oportunidad de superar esa condición.

Longueira representa el pesimismo porque su ascenso a la carrera presidencial está marcado por tres hechos indesmentibles: el fracaso del oportunismo electoralista de la UDI, que decidió llevar a Laurence Golborne a pesar de que no representaba las ideas del partido y luego lo bajó ante el primer corcoveo de su candidatura; el miedo a perder por paliza las parlamentarias, sumado a la sensación generalizada de derrota presidencial, que hace necesario a un candidato muy representativo del sector que arrastre al electorado tradicional a las urnas; y, finalmente, la reacción típicamente histérica del sector ante los esperables ataques a Golborne y la izquierdización (predecible y táctica) de Bachelet.

Por otro lado, Longueira, al igual que Andrés Allamand, es un político profesional que representa la oportunidad de la derecha de creer en ella misma: ambos son un “desde”. Ninguno de ellos podrá ganar la presidencial simplemente hablando a su electorado tradicional. Es decir, ninguno podrá ganar la presidencial con los lugares comunes que la derecha repite desde los años ochenta: ellos están llamados a salir al pizarrón y explicarle a Chile por qué los principios del sector son mejores que los de la Concertación y cómo se aplican a la realidad actual, ya no a un Chile pobre, polarizado y destruido. Y esto exige reflexión y autocrítica para ganar el centro político, no ese pesimismo fácil de “morir con las botas puestas”.

También están llamados a obligar a Michelle Bachelet a hacer lo mismo. Deben tratar de mostrar al “rey desnudo”, sacándola al pizarrón y haciendo que explique cómo, aparte de apropiarse de los eslóganes del movimiento estudiantil y formar una comisión para cada uno, pretende gobernar. Con qué políticas, con qué ideas. Y por qué espera que de esa especie de imbunche entre Giorgio Jackson, Rodríguez Zapatero, Guillermo Teillier y una Finlandia imaginaria pueda surgir un proyecto que mantenga el crecimiento económico, el empleo y el Estado de derecho en el país. Finalmente, por qué, además, cree que su segundo gobierno será distinto al primero, si la Concertación se ve más deteriorada que antes y precariamente articulada en torno a la ambición de poder.

Bachelet, en otras palabras, debe explicar por qué ella no es un mero instrumento de un grupo organizado en torno a intereses mezquinos. Y Longueira y Allamand, que sí son líderes en la derecha, deben presionarla a mostrar esas credenciales, que se han visto dañadas por su silencio ante la agresión constitucional contra el ministro Beyer y la incapacidad de salvar las primarias de la Concertación, que naufragaron desluciendo a su “nueva mayoría”.

Pero la presión sobre la candidata favorita no puede ser pura crítica, mucho menos con el tradicional oportunismo de la derecha. La forma de la crítica debe ser “nuestra posición como derecha ante tal problema es ésta, ¿cuál es la suya y por qué cree que es mejor?” y eso pone todo el peso sobre Longueira, Allamand y sus equipos.

La otra opción, siempre disponible para la derecha y más acorde a su dramática psicología, es tirar la esponja y abrazar la tesis de las botas puestas. Pero no para morir con ellas, lamentablemente, sino para quedar en estado de mediocridad vegetal.