Columna publicada en diario El Mostrador, 9.05.13

 

Algunos de los debates que comienza a enfrentar nuestra sociedad son particularmente complejos, y si bien no tenemos certeza sobre cómo se irán desarrollando, cada vez parece más claro que no habrán aspectos básicos de la vida social que no sean puestos en entredicho. Esto puede observarse con claridad en la demanda por abrir el matrimonio a parejas del mismo sexo. Si hace no mucho tiempo la discusión se presentaba (¿camuflaba?) bajo la figura del “Acuerdo de Vida en Pareja”, hoy el reclamo se extiende hasta la posible adopción de niños por parte de parejas homosexuales.

Como se trata de discusiones difíciles —los niños no son un objeto—, se hace especialmente necesario afrontarlas con serenidad, capacidad de escucha y deliberación razonada; cualidades que se echan de menos en la esfera pública nacional. En este sentido, un ejercicio que puede contribuir a mejorar nuestros debates es separar los argumentos y las razones, de aquellas etiquetas y eslóganes que impiden un auténtico diálogo, pues pese a su utilidad retórica, no hacen más que descalificar al que piensa distinto.

Si Pablo Simonetti —cuya inteligencia no está en cuestión— realizara ese ejercicio con honestidad intelectual, probablemente no volvería a denigrar gratuitamente la tradición central de la ética, tal como hizo en una discusión que sostuvimos a fines de abril en el programa El Informante de TVN, ocasión en que, a propósito del debate sobre la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, dio a entender que Platón es un autor que nadie respetable podría siquiera pensar en citar, y que la “ley natural” es una idea a priori irracional.

Ciertamente esa actitud podría entenderse como una señal de amor propio y autoestima muy por sobre la media, porque nadie que no se crea el cuento pretendería borrar de un plumazo, sin matices ni distinciones, la corriente en que se inscriben no sólo Aristóteles, Cicerón o Agustín de Hipona, sino que también Josef Pieper, Jaques Maritain, Robert Spaemann y muchos de los principales pensadores de nuestro tiempo.

Sin embargo, nadie sensato pretendería convertir en verdadero argumento una mera descalificación. Además, es curioso predicar un discurso que asigna igual valor a “todas las visiones” y, al mismo tiempo, negar validez a determinadas cosmovisiones de manera arbitraria e injustificada. Con todo, el problema es aún más de fondo: tras la minusvaloración antojadiza de Simonetti pareciera esconderse una combinación de ignorancia, soberbia y desidia que, llevadas al extremo, pueden hacer inviable la deliberación común.

En efecto, las tradiciones de pensamiento no son triviales ni poco importantes, porque al analizar en profundidad los asuntos humanos nunca lo hacemos desde cero, sino que siempre nos enmarcamos en alguna corriente articulada de ideas, pensamiento e investigación. Como explica MacIntyre, ya sea que se trate de cuestiones teóricas o éticas, siempre se comienza desde una referencia o punto de partida, a partir del cual se enfrentan las dificultades planteadas por las obras y el trabajo intelectual de otros pensadores. Esto no implica cerrarse ex antea las ideas de otras tradiciones —que en cualquier caso es lo que subyace a la actitud de Simonetti—, pero sí reconocer que, salvo unos pocos genios originales, no es posible progresar en la reflexión de las cosas humanas sin dialogar con quienes previamente han indagado los mismos problemas.

Si lo anterior es cierto en general, cobra particular vigencia respecto de la corriente denigrada por Simonetti, identificada por Isaiah Berlin como la “tradición central del pensamiento occidental”. Sin su aporte no se entendería por qué la política no puede ser únicamente una disputa por el poder, ni la importancia de que éste se encuentre sujeto a límites racionales. La noción misma de dignidad humana resulta inexplicable sin considerar el desarrollo de esta “vieja” tradición, que reconoce la existencia de valores universales comunes a todas las personas, independiente de su edad, sexo o condición —idea que debiera resultar valiosa al Presidente de la Fundación Iguales.

Por todo lo anterior, es probable que las descalificaciones de Pablo Simonetti en contra de Platón y de la tradición en la que éste se enmarca no hayan sido más que un exabrupto irreflexivo. Con todo, alguien podría sostener que quizás Simonetti conoce a Platón mejor de lo que pensamos, y que tras su actitud subyace cierto temor a la realidad explicada en la famosa alegoría de la caverna. Pero si bien esto explicaría el capricho de quien niega a priori la racionalidad de ciertas corrientes de pensamiento, la tesis es poco plausible, porque esa falta de apertura no es propia de quien dice defender el pluralismo, los derechos humanos y la deliberación pública de personas libres e iguales, como recuerda el nombre de su Fundación.