Columna publicada en diario La Tercera, 15.05.13

Hace no tanto tiempo, los profetas de la comarca nos convencieron de que nuestros graves problemas de participación podrían solucionarse con tres tipos de medidas: inscripción automática, voto voluntario y primarias legales. En cuanto a la primera, produjo un insólito padrón que no distingue a los vivos de los muertos. El voto voluntario, por su parte, aumentó la abstención a niveles alarmantes. Y ya sabemos que las primarias legales serán utilizadas sólo para las presidenciales, salvo excepciones. El resultado no parece muy alentador.

Esto, por cierto, no ha llevado a los profetas  a revisar sus posiciones, sino a redoblar su indignación: es inaceptable que los partidos se nieguen a realizar primarias parlamentarias. El barullo es comprensible, pues todos quisiéramos que los candidatos fueran elegidos en primarias participativas, donde miles de chilenos informados concurrieran libremente a manifestar su preferencia. Y aunque eso suena lindo, no se corresponde con la realidad: en Chile, guste o no, las primarias guardan más relación con el acarreo que con la democracia.

No niego que las primarias puedan ser un instrumento valioso si hay reales condiciones de competitividad y algo más que pugnas personales en juego. Pero tampoco es posible obviar que, entregadas a los operadores, las primarias pueden sacar lo peor de lo nuestro, porque son manipulables. Los profetas no lo ven, porque les cuesta admitir que la política tiene una dimensión de lucha por el poder, que no puede abolirse cambiando las reglas del juego. Algunos no lo ven por hipocresía -sólo quieren  apropiarse de las máquinas que otros han construido-, y otros por ingenuidad -a los puros el mundo les parece sucio-.

A estos últimos les molesta la existencia misma de los partidos políticos, que por definición son los instrumentos de esa lucha. El fetichismo de las primarias apunta justamente a convertir a los partidos en inoperantes: no deberían ser sino la caja de resonancia de la “voluntad popular”. Pero eso es pura ilusión. Es cierto que los partidos están en crisis, pero ésta no podrá resolverse sin ellos, porque cumplen un rol de intermediación clave en cualquier democracia. Hay aquí una falta de reflexión en torno a qué significa un régimen representativo.

Si todo esto es plausible, entonces las colectividades tienen responsabilidades en los candidatos que presentan: la popularidad (o la capacidad de acarreo) no puede ser el único criterio. En esto, el PS no siempre ha dado el mejor ejemplo. Piénsese en el ex alcalde de La Florida, que contaba con el “apoyo popular”, pero que resultó ser un fiasco como alcalde. Otro ejemplo: hace ocho años, la comisión política socialista desechó la reelección de José Antonio Viera-Gallo, para darle el cupo a Alejandro Navarro, un díscolo con escaso compromiso institucional -tanto así que al poco tiempo abandonó el PS.

En ese sentido, es legítimo que un partido considere que es importante que un tipo como Escalona siga en el Senado, porque le da capacidad de proyección y de articulación política que no sobran en Chile. Camilo Escalona no será un “alma bella”, pero sabe más de política que todos los profetas reunidos. Esa sola razón bastaría para que conservase su escaño.