Columna publicada en diario Pulso, 18.04.13

 

Estudié Antropología en el campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile, en Ñuñoa, que normalmente es asociado con paros, tomas y encapuchados, que es lo que suele llegar a la prensa desde esa especie de amontonamiento de las carreras poco rentables de la Casa de Bello. Pero es mucho más que eso, para bien y para mal.

Me gustaría compartir con ustedes en esta columna uno de los aspectos más interesantes, además del académico, de ese lugar de estudio: su mercado interno y, en particular, su mercado de libros usados, que creo puede servir como ejemplo para otras facultades y universidades.

Si bien las ideologías imperantes en el interior del campus son totalmente contrarias al libre mercado, en la práctica, al menos en lo que mi memoria guarda, adentro se desarrolla la más extendida libertad económica que me haya tocado presenciar: no hay fijación de precios, policía, impuestos, prohibiciones, restricciones, fiscalizaciones, regulaciones ni inspecciones. Tampoco hay monopolios. Es decir, en el corazón de esta institución estatal no hay Estado… Eso es simplemente genial. Se venden desde libros hasta comida pasando por casi todo lo que puedan imaginar. La base del intercambio es la confianza (no hay seguros ni certificados de nada) y los precios siempre se pueden regatear.

Dentro de este mundo gobernado por la oferta y la demanda hay un circuito que destaca: el de los libros usados, que es, en todo caso, uno de los menos libres, pues los libreros deben pedir un permiso a la facultad donde se instalan para vender sus libros.

Los puestos clave de libreros estaban (y siguen estando) siempre en la entrada de Las Encinas, en el frontis de la Facultad de Ciencias Sociales y en un patio de la Facultad de Filosofía y Humanidades llamado (con mucha modestia) “el ágora”. Muchos de ellos tienen, además, durante el fin de semana puestos en el Persa Biobío. Y se van rotando. No están siempre los mismos.

Los precios van desde los mil hasta los diez mil pesos. Rara vez pasan de eso y se concentran entre los tres y los seis mil. Ahí, revisando en los cajones, encontrando siempre alguna novedad, fue naciendo una pequeña biblioteca que me acompaña hasta ahora, es mi orgullo y sigue alimentándose de la misma fuente: los libreros del Biobío, San Diego, Torres de Tajamar y, últimamente, el costado del GAM, a la salida del metro Universidad Católica.

Revisando libros usados uno ve pasar la historia de los siglos XIX y XX: teorías caducas que fueron populares y pensadores otrora de segunda línea hoy muy bien considerados, discusiones sobre la guerra nuclear, grandes debates teóricos, políticos e ideológicos; novelas de todo tipo, panfletos y tratados. Uno conoce a las grandes editoriales chilenas de cada época, como Ercilla, Nascimento, Zig-Zag y Universitaria. También las grandes de Latinoamérica. Y puede, por fin, comprar algunos de esos libros incomprables de editoriales españolas.

Conocer autores, explorar el pasado, descubrir temas, refinar el gusto bibliófilo respecto de ediciones y traducciones, buscar y esperar por meses y hasta años tener suerte y que algún libro raro y específico aparezca. Aprender mirando, leyendo y relacionando. Todo eso se lo debo a un grupo de comerciantes de libros que se dedican incansablemente a que nuevas generaciones de lectores podamos nutrirnos de lo que las antiguas van dejando. Es imposible no sentir una infinita gratitud hacia ellos y hacia el espacio que tuvieron siempre dentro de la universidad durante el tiempo que pasé ahí.

Cuento todo esto porque creo que la oportunidad que tuve de acercarme a los libros de esta manera es muy valiosa y me gustaría que más estudiantes universitarios la tuvieran. Me parece que el comercio de libros usados en los campus universitarios debería ser promovido por centros de estudiantes y decanatos, o quien sea que tenga las facultades para generar estos espacios y probablemente regular el sistema de permisos que sea necesario.

Hoy la realidad de la relación entre libreros y universidades es bastante precaria: los permisos para instalarse demoran una eternidad, si es que llegan a darse, y para poder entrar en una facultad los libreros dependen muchas veces de la buena voluntad de los centros de estudiantes para que presionen a sus autoridades a conseguir finalmente esos permisos.

Ninguna universidad tiene políticas y procedimientos prefijados y públicos que permitan un mercado fluido del libro en sus instalaciones durante el año. Y es normal que los sistemas burocráticos no quieran generar nuevas responsabilidades y funciones que cumplir. Por eso el rol de los estudiantes en la búsqueda de que estas nuevas instancias surjan es muy importante. ¿Cómo hacerlo? Dos cosas resultan esenciales: primero, generar un marco regulatorio transparente y público -una política universitaria o de facultad de comercio de libros- al que se pueda acceder por vía virtual y donde se expliquen los procedimientos para obtener permisos para comerciar con libros y las condiciones para ello (ojalá sean procedimientos estandarizados, virtuales y lo menos burocráticos posibles) y, luego, contactarse con los libreros y promover entre ellos esta instancia. Con ese fin puede organizarse una feria del libro reuniendo a varios y usarla para hacer el lanzamiento de este nuevo trato entre universidad, estudiantes y libros usados.

Dejo la idea a los centros de alumnos, decanos y rectores: reciban a los embajadores de la república de las letras.