Columna publicada en diario Pulso, 21.03.13

A fines de 2010, Eugenio Tironi escribió en El Mercurio una columna que pasó un tanto inadvertida, pero que demuestra su “olfato sociológico”. En ella nos decía lo siguiente: “Lo que caracteriza la evolución de Chile en los últimos meses es su ‘argentinización’. Se nos pegó su suficiencia, al punto que somos nosotros los que ahora miramos al resto del mundo -y a los mismos argentinos- por debajo del hombro. También su pasión por el fútbol, cuyos conflictos nos provocan hoy más desvelos que la política. Hemos adquirido su costumbre de depositar en ciertos líderes capacidades casi divinas, como lo hemos hecho con Bielsa, transformado en algo así como un Maradona en versión sanitizada. La grandilocuencia y la gesticulación se han tomado las más altas esferas del poder político, dejando de lado la severidad republicana de antaño. El debate político desaparece o se trivializa ante la fanfarria, las denuncias y los escándalos, y la congruencia ideológica es depositada en el museo del olvido”. Tironi escribía esto luego de un año en que la Plaza Italia no tuvo descanso en lo que a concentraciones festivas se refiere.

El presidente Sebastián Piñera, maestro de ceremonias y anfitrión de la gran fiesta por los 200 años de independencia de la República, hay que decirlo, la vivió a fondo. Y como muchas veces les pasa a  los dueños de casa, terminó, medio embriagado, avivando una cueca que se le fue de las manos.

Anticipando el vértigo del rescate de los mineros, se le ocurrió detener el proyecto de la termoeléctrica Barrancones en Punta de Choros de un telefonazo. Y ahí algo sonó. Como cuando, en el momento álgido de la celebración, se rompe un mueble.

Poco después se inició un ciclo de protestas, todavía festivas, por los más variados temas imaginables. Las protestas estudiantiles de 2011, las más masivas desde el retorno a la democracia, marcaron la transición desde lo festivo a lo violento. Recibidas al principio como una procesión más de tambores, bailes y disfraces entre quienes asistíamos con simpatía al desfile de “causas”, fueron volviéndose, amén de una instrumentalización política evidente, en una plataforma de combate contra el gobierno para la izquierda que, hasta ese momento, no encontraba  forma de recuperar el poder. Con una violencia callejera creciente con cada protesta e intereses políticos puestos en juego aprovechando la excusa de la educación, el ambiente se agrió definitivamente. Como esas fiestas en las que, todavía en medio de una euforia algo decadente, vuela un combo que desata una batalla campal a la cual todos van siendo arrastrados, en especial quienes se meten “a separar”.

“Giorgio” (Jackson) y “Camila” (Vallejo), en tanto, se volvían figuras muy populares. En parte por lo que decían, pero también por lo que representaban estéticamente: una pareja perfecta. Jóvenes, bellos, con estilo, estudiando en buenas universidades, pero no sacados de las elites tradicionales, sino de lo más granado de nuestras clases medias. Un símbolo, aunque no lo quieran, del Chile aspiracional surgido del último ciclo de bonanza económica.

Así, las trifulcas callejeras, los debates en tono casi de pelea y las turbas que iban y venían tirándole monedas al ministro de Educación se mezclaban con portadas de la revista Cosas y programas de farándula donde, con la misma profundidad o ausencia de ella, se discutía respecto del lucro en la educación o los aros de “Camila”.

Todo esto ocurrió. La euforia, la pelea, el debate, la exageración, la farándula de todo. Todo mezclado. Y sigue ocurriendo así. Sin embargo, en vez de ver una continuidad entre el proceso de “espectacularización” de la sociedad chilena y el “malestar”, la mayoría de los analistas y de los dirigentes optó por hacer una interpretación ilustrada del fenómeno, señalando que éste reflejaba “el retorno de lo político”, “el resurgir de la ciudadanía” y “el derrumbe del modelo, al tomar conciencia las personas de los abusos”. Pero lo cierto es que vale la pena cuestionar esta hipótesis. Y muchos elementos lo permiten. La clase media chilena se ha expandido notablemente durante los últimos años. Esta expansión se registra en su capacidad de consumo, la cual ha estado mediada, por supuesto, por la masificación de los créditos de consumo. La mayoría ha logrado ir a la universidad, también a crédito. Ellos estaban en las calles protestando contra lo que sus dirigentes querían creer que era “el capitalismo”. Pero pasaban de la marcha al mall con la misma naturalidad con la cual los ejecutivos de Isidora Goyenechea pasan de sus oficinas a algún Starbucks.

A nivel de valores, lo que la encuesta CEP registró, aun en medio de las protestas contra el “lucro”, fue una valoración absoluta del esfuerzo y el mérito individual y poca simpatía por el colectivismo. Nada de esto, por supuesto, hace menos reales la mayoría de los abusos denunciados, pero hace pensar que el país que parece manifestarse en esta fiesta escandalosa que no termina puede no ser el que se imaginan la izquierda ni la derecha. Junto con ello, nos parece echar en cara que, por pereza intelectual, no hemos sido capaces de generar un lenguaje para pensar nuestro momento. En este contexto, quizás sería bueno leer el libro del marxista posmoderno Guy Debord llamado “La sociedad del espectáculo” (1967) o la recién estrenada “La civilización del espectáculo”, de Mario Vargas Llosa. Y pensar en serio. Porque algo habrá que decir cuando se acabe la música.