Columna publicada en diario La Segunda, 23.02.13

 

Fuente: Radio Santiago

En 2009, tras un largo tira y afloja, Marco Enríquez-Ominami dejó la Concertación y no fueron pocos los que, desde el poder, se rieron de él. En esos tiempos, que hoy parecen lejanos, quienes militaban en el pacto político que gobernó el país por veinte años se ufanaban todavía de constituir “la alianza de gobierno más exitosa de la historia de Chile” y repetían ése y otros eslóganes con total convicción.

El análisis del diputado “díscolo” era que la Concertación estaba agotada y carecía de ideas para seguir gobernando. Así, remeció la arena política con un discurso que rompía los ejes del debate público y que resultaba novedoso, a riesgo de sonar también algo incoherente.

ME-O despierta las simpatías cruzadas y, por tanto, las antipatías también cruzadas que provocan la llamada “izquierda caviar” y sus contradicciones. Es hijo de Miguel Enríquez, el violentista heredero de la oligarquía mesocrática, hijo del rector de la Universidad de Concepción y de familia radical. Por otro lado, su madre es Manuela Gumucio, heredera de las elites bolivianas (los Gumucio son de Cochabamba) y chilenas del siglo XIX, hija del primer presidente de la DC y nieta de un presidente del Partido Conservador.

En concordancia con esa historia, Marco vivió el exilio parisino (así como su bisabuelo materno lo hizo en Bélgica durante el gobierno de Ibáñez) y luego volvió a Chile para terminar sus estudios en la Alianza Francesa y el Saint George, seguir en la Universidad de Chile y acabar de vuelta en París estudiando cine.

Este perfil, como dijimos, despierta sentimientos encontrados en todo el espectro político: unos lo encuentran “burgués”, otros “desclasado”, “amarillo” o “extremista”. Tiene el perfil del sujeto que el resentimiento finamente procesado por “Los Prisioneros” caricaturizó en “Por qué no se van”. Y fue esa canción la que muchos le dedicaron cuando en una entrevista en 2003 dijo que prefería París a Santiago, la que consideraba “la ciudad más fea del mundo”.

Pero lo cierto es que Enríquez no se fue de Chile, sino de la Concertación. Y su análisis se demostró correcto, lo que fue confirmado por una campaña presidencial exitosa para él y mortal para el conglomerado, representado por Frei (a quien ME-O apoyó, sin embargo, en segunda vuelta, si bien con marcado poco entusiasmo).

El problema de Enríquez hoy es que su posición de 2009 es ya una especie de lugar común entre los que se reían de él entonces, quienes le guardan, a pesar de su correcta lectura de la situación -tal vez por eso mismo- un profundo rencor político. Además, su programa, que confunde izquierda y derecha, es también un lugar común entre los representantes de su generación que han ido aspirando al poder. Así, cumplirá 40 años en 2013 y ya no es ni el “enfant terrible” de hace una década ni la novedad rupturista de hace cuatro años, corriendo el riesgo de convertirse en el “minidisc” de la política chilena de comienzos del siglo XXI, un elemento de transición entre dos configuraciones del poder que no alcanzó a hacerse un espacio en ninguna de ellas.

La alternativa, por supuesto, es que la Concertación -por mediocridad y ambición desmedida- no pueda renovarse, y que ME-O y el PRO hereden ese espacio político. Ambos horizontes parecen posibles, en la medida en que la Concertación habla mucho más de lo que piensa en términos de renovación y ME-O, a juzgar por sus esfuerzos programáticos, actúa en sentido contrario. Las urnas dirán.